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ARTE
Sacado del n. 03 - 2005

La única piedad de Van Gogh


Las dos visiones del arte de Van Gogh y Gauguin se enfrentaron también en la imagen de Jesús. El primero, que la pintó solo una vez, se enfadó por los Cristos de Gauguin. Escribió: «Nuestro deber es pensar, no soñar»


por Giuseppe Frangi


La Piedad (inspirada en la de Eugène Delacroix), 7 de septiembre de 1889, Van Gogh Museum, Amsterdam

La Piedad (inspirada en la de Eugène Delacroix), 7 de septiembre de 1889, Van Gogh Museum, Amsterdam

¿Por qué Vincent Van Gogh, pintor de temperamento religioso, que durante un largo período de su vida pensó incluso en seguir los pasos de su padre, pastor calvinista en su Holanda, pintó solo una vez la imagen de Cristo? La respuesta a esta pregunta puede encontrarse en un episodio crucial, y bien documentado por cartas y testimonios, en el que se enfrentó a su gran amigo Paul Gauguin. En el centro de la diatriba, la hipótesis de realizar una serie de obras dedicadas al episodio evangélico del Huerto de los olivos.
El año anterior Van Gogh y Gauguin habían sido protagonistas de un breve y tumultuoso intento de realizar una especie de hermandad artística en Arles, en el sur de Francia. Un intento dramáticamente naufragado después de apenas 63 días, cuando, tras el enésimo y furioso enfrentamiento, el artista holandés se autolesionó, cortándose con una navaja de afeitar el lóbulo de la oreja izquierda. Era el 22 de diciembre de 1888: Gauguin volvió inmediatamente a París, Van Gogh, hospitalizado, acabó después de algunos meses de peregrinación en una casa de reposo a 25 quilómetros de Arles, en Saint-Rémy en Provence.
Una vez olvidados los rencores, volvieron a establecer el contacto, añadiéndose a menudo el hermano de Van Gogh, Theo, que era marchante de arte en París y se ocupaba, con poco éxito, también de vender las obras de ambos artistas. Entre otras cosas, Gauguin, que no soportaba la vida de ciudad, al cabo de algunos meses se fue a Bretaña donde, en Le Pouldu, volvió a intentar poner en pie una experiencia similar a la que había fracasado con Van Gogh. Su socio esta vez era un joven obedientemente subordinado a su liderazgo, Meyer De Haan. Pero a su alrededor revoloteaban otros jóvenes protagonistas de la escuela de Pont Aven, entre quienes destacaban Émile Bernard y Paul Sérusier.
Esto no le había gustado para nada a Theo Van Gogh, hombre muy pragmático, quien, en una carta resentida a Gauguin, definió Bretaña como «una tierra demasiado de convento». Es decir, donde era fácil caer en lo místico, a lo que, por lo demás, los nuevos amigos de Gauguin se sentían especialmente llamados. El joven marchante de arte había acertado: en efecto, a finales de agosto del 89 recibió de Bretaña un nuevo grupo de telas, dos de las cuales confirmaban plenamente sus previsiones. Gauguin había pintado una Piedad y una Crucifixión, tituladas, respectivamente, El Cristo verde y El Cristo amarillo. La primera obra estaba inspirada en un Calvario bretón, la segunda en un Crucifijo policromo conservado en la iglesia de Trémole, cerca de Pont Aven. Theo se quedó perplejo, y así se lo dijo a Gauguin. Este, como respuesta, le escribió que estas obras, según él, «rezumaban pura fe». La perplejidad de Theo fue indirectamente confirmada por la crítica. Octave Mirbeau escribió de un «Cristo piadoso y embadurnado de amarillo»; Charles Morice, por su parte, vio en aquella tela el «símbolo de un sacrificio, es decir, de una muerte eterna que no incide en la vida ni consuela a los vivos».
¿Y Vincent? Aislado en su casa de reposo del sur, no le llegaban los ecos de este giro simbolista de Gauguin, según lo definía su hermano. En junio Van Gogh había vuelto a la plena actividad, pintando un emblemático autorretrato, con paleta y pinceles entre las manos, en el que mostraba la parte no mutilada de su rostro. En septiembre, extraordinariamente, pintaría también la única imagen de Cristo de su historia de pintor: una copia de la Piedad de Delacroix, un artista que, según él, tenía «un huracán en el corazón». «En la entrada de una cueva está tendido, con las manos hacia adelante… el rostro en la sombra, la pálida cabeza de la mujer se recorta claramente contra una nube», escribe Vincent a su hermano el 19 de septiembre para describir la copia de Delacroix que acababa de pintar. La reflexión sobre aquel tema luego prosigue de manera imprevista: había pintado, en efecto, el contexto –es decir, la piedra que representaba la entrada del Sepulcro– descuidando la figura de Cristo y de la Mater dolorosa. Van Gogh contó luego que había pintado en medio de las sacudidas impetuosas del mistral, y hasta había tenido que atar el caballete a la roca. «Se trata de una obra hermosísima y grandiosa», escribe con orgullo en otra carta a su hermano.
Mientras tanto, también Gauguin, desde Bretaña, escribía a Theo contando su batalla: «Trato de combatir la civilización corrompida con algo que sea más primigenio». Y para explicarse mandaba a Theo una fotografía en blanco y negro de un cuadro que le había impresionado: un Cristo en el huerto de los olivos pintado por su compañero Émile Bernard. Un cuadro muy “biográfico”: la figura de Judas, en efecto, estaba representada por Gauguin, mientras que el Cristo pelirrojo era una evidente alusión a Vincent. Al lado del Señor un ángel amarillo reevocaba al que Van Gogh había intentado pintar en vano el año antes. Frente a la nueva tela, Theo vio reconformadas sus preocupaciones y se puso furioso ante este nuevo camino místico que estaba haciendo estragos en sus pintores del Norte. No le dio tiempo a comunicarle esto a su hermano, porque mientras tanto a Vincent le había llegado una carta, fechada el 8 de noviembre, en la que Gauguin le contaba sus últimos trabajos y pintaba un boceto de su cuadro con Cristo en el huerto de los olivos. Si era una provocación, lo consiguió perfectamente. Van Gogh montó en cólera. Escribió que los de Pont Aven eran víctimas de la «abstracción»; que «Bernard ni siquiera sabía qué era un olivo» (carta a Theo del 17 de noviembre). Le parecía que aquellas figuras eran como sujetos víctimas de crisis epilépticas, tan delgadas que parecían todas «enfermas». En cuanto a sí mismo se declaraba ajeno a todo ello: «Adoro la verdad, lo verosímil, pese a que soy capaz de dejarme llevar por lo espiritual». Para él, aquellas telas de Gauguin y Bernard eran una «pesadilla», hasta el punto de que no «tenía ningunas ganas de hablar de ello» (carta a Bernard del 20 de noviembre). Conclusión: «Estas obras son un resbalón en vez de un progreso».
El Cristo verde, Paul Gauguin, septiembre de 1889, Musées Royaux des Beaux-Arts de Belgique

El Cristo verde, Paul Gauguin, septiembre de 1889, Musées Royaux des Beaux-Arts de Belgique

Pero Van Gogh no se había limitado sólo a las palabras. Desde hacía algunas semanas había vuelto él también a la reflexión sobre aquel tema, tras el intento fallido de un año antes: en julio de 1888 le había escrito a su hermano contándole que había borrado un «gran estudio pintado, un jardín con olivos, con una figura de Cristo…». Pero aquel tema se le había quedado en la cabeza y en el corazón. Así que en el mes de noviembre había pintado cinco telas con los campos de olivos que rodeaban su casa de reposo de Saint-Rémy. El pintor decía que buscaba una correspondencia con su propia y dolorosa experiencia personal, precisamente al año de su primera crisis. «El primer árbol es un tronco enorme pero golpeado por el rayo y caído», escribe a Bernard en aquella famosa carta del 20 de noviembre. «Pese a ello, una rama lateral se dirige hacia la otra y cae en una cascada de agujas de color verde oscuro». Pero la verdadera explicación de aquel trabajo está contenida en una carta a Theo escrita el día después: «Este mes he trabajado entre los olivos, porque Gauguin y Bernard me han enfadado con sus Cristos en el huerto de los olivos, donde no había nada verdadero. Que quede claro, yo no pretendo hacer nada sacado de la Biblia; incluso les he escrito a Bernard y también a Gauguin que yo creía que nuestro deber era pensar y no soñar». «En el arte, lo verdadero es lo que un individuo siente en su estado de ánimo», le replicó en una carta del 1 de diciembre Gauguin. «Quien lo desee y sea capaz, puede soñar. Permitamos que quien lo quiere y pueda se abandone a sus propios sueños».
Eran dos visiones del arte lúcida y frontalmente contrapuestas. Unos meses después Paul Gauguin se iba al trópico convencido de que iba a ser el «Juan Bautista de la nueva pintura». Van Gogh, por su parte, volvió al norte, para tratar de curarse de la enfermedad que estaba agrediendo, en oleadas cada vez más devastadoras, su precaria psicología. Al final sucumbió, suicidándose el 30 de julio de 1990 en un campo de Auvers sur Oise.
«Con o sin nuestro permiso el frío por fin cede y una buena mañana vemos que el viento ha cambiado y que comienza el deshielo», había escrito en una carta sólo pocos meses antes. Por desgracia, aquel deseo y aquella espera se derrumbarían trágicamente frente al misterio de la fragilidad humana.


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