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Sacado del n. 05 - 2005

El poder y la gracia


La presentación del libro de 30Días sobre la actualidad de san Agustín con el cardenal Joseph Ratzinger en la Sala del Cenáculo de la Cámara Baja italiana


La presentación del libro de 30Días sobre la actualidad de san Agustín con cardenal Joseph Ratzinger


Arriba, Giulio Andreotti introduce la presentación del libro Il potere e la grazia. Attualità di sant’Agostino con el cardenal Ratzinger

Arriba, Giulio Andreotti introduce la presentación del libro Il potere e la grazia. Attualità di sant’Agostino con el cardenal Ratzinger

El siguiente texto es una transcripción nuestra de las intervenciones en la que se conserva la inmediatez y vivacidad de la charla

GIULIO ANDREOTTI:
Eminencia, a pesar de que desde hace siete años pertenezco a la Cámara Alta, creo que tengo títulos, por haber pertenecido durante cuarenta y cinco años a esta Cámara de Diputados, para darle la bienvenida y agradecerle, a usted y a todos los presentes, el haber aceptado esta cita singular. Mi misión es sólo la de hacer la introducción.
En este lugar, un compound de la Cámara de Diputados, estamos sin duda en la ciudad terrenal. Efectivamente, el ambiente es tan singular que cuando se reciben delegaciones extranjeras, especialmente de países no clasificados como cristianos, se nota en ellos el asombro ante estos cuadros, así que hemos de explicarles la historia... Siendo hoy 21 de septiembre, quizá podemos recordar que hace algunos años, después del 20 de septiembre de Porta Pía, no precisamente en este lugar (donde estaba el convento), sino en el palacio de Montecitorio, que era la sede del Tribunal, tenía lugar una actividad bastante singular. Si la historia no yerra, Montecitorio fue el único palacio que fue tomado al asalto. Porque era el palacio del Tribunal y, por consiguiente –desde luego, no por luchas entre clericalismo y anticlericalismo–, se pretendía hacer desaparecer los archivos. ¿Por qué recuerdo esto? Porque en este volumen, en el último capítulo –en cierto sentido ampliando el horizonte con respecto al esquema agustiniano del resto del libro– se transcribe el saludo que el alcalde de Roma hizo al Santo Padre cuando éste visitaba el Ayuntamiento. Nosotros, que hacemos vida política aquí en el Parlamento, encontramos sin lugar a dudas dificultades muchas veces. Pero damos gracias a Dios por haber nacido en un periodo en el que la relación entre el mundo político y el religioso ha sido posible sin dificultades ni enfrentamientos. La Cuestión Romana, por lo demás, incluso antes de su conclusión efectiva, había sido considerada ya superada por algunos espíritus muy elevados. Luego nos llegó el famoso discurso de Pablo VI (quien ya cuando era cardenal había afrontado el tema) en el que dijo que había sido una bendición para la Iglesia el haber sido liberada del poder temporal. De modo que todo está relacionado. Solo quisiera decir que este rincón de la Cámara de Diputados está caracterizado especialmente por la actividad religiosa: en el claustro está la pequeña iglesia de San Gregorio Nacianceno, donde monseñor Fisichella (nos alegra a todos que siga después de haber sido nombrado obispo auxiliar) dice su misa cuatro días a la semana. También esto posee un significado.
Lo último que me gustaría indicar es esto: con respecto a casi todos los Padres de la Iglesia, san Agustín fascina particularmente no sólo por lo que escribió, sino por su figura humana. Remontándome con la memoria y pensando en uno de mis años de escuela, recuerdo el éxito que tuvo la decisión del profesor de religión de tomar las Confesiones como libro de texto. Fue entonces cuando comencé a comprender algo. No quiero con esto decir que luego comprendí todo de esta figura que provoca interés incluso sólo por su historia personal (piénsese en su itinerario: cuando deja África, su llegada a Roma, el que aquí no encontrara un ambiente con una escuela demasiado receptiva, el viaje a Milán deseado por la Providencia, su relación con san Ambrosio, su regreso a la patria...). Me asombró una cosa leyendo la Enciclopedia católica: cuando se habla de san Agustín (se le dedican muchísimas páginas y creo que un estudio muy cuidado) se dice textualmente (por lo que creo que si por entonces hubiera existido todavía el Santo Oficio habría intervenido) que cuando fue a Cartago, con sólo diecisiete años «se sometía a cierta regla, uniéndose sin matrimonio, con gran fidelidad a la madre de su hijo». No es, desde luego, esto lo más importante, pero me parece significativo que el camino de la gracia en san Agustín comience, aunque no precisamente desde el peldaño más bajo –hay cosas peores–, desde algo completamente lejano y llega a lo que puede ser considerado una apoteosis, tanto de cultura como de espíritu religioso. Nos llega, no por casualidad, pasando por Roma, pasando por Milán y volviendo luego a aquella África donde, con cierta tristeza, observamos hoy en Cartago cosas maravillosas desde el punto de vista arqueológico, aunque no las huellas que sin lugar a dudas habían tenido gran significado en la historia. Por otra parte, considero que precisamente esta gran humanidad de san Agustín debe acostumbrarnos a no ser pesimistas. Los tiempos de la historia son a veces mucho más largos de lo que nos esperamos. También los de la cultura son tiempos que no pueden medirse con criterios válidos para otras realidades. De todos modos, yo creo que detenerse un momento en san Agustín es un bien para todos nosotros.
Le renuevo, eminencia, la profunda gratitud por haber aceptado presentar esta publicación nuestra.
Agustín provoca interés incluso sólo por su historia personal (piénsese en su itinerario: cuando deja África, su llegada a Roma, el que aquí no encontrara un ambiente con una escuela demasiado receptiva, el viaje a Milán deseado por la Providencia, su relación con san Ambrosio, su regreso a la patria...)

JOSEPH RATZINGER:
Señor senador, excelencias, señoras y señores, ante todo he de puntualizar, o mejor aún, corregir, el texto de la invitación: debido a mis tantos compromisos durante los meses pasados no he tenido tiempo para leer seria y profundamente este libro. Por ello no estoy lo suficientemente preparado para hacer una presentación en toda regla. A pesar de esto, he querido aceptar la invitación simplemente por mi amistad y admiración hacia san Agustín. Además porque me llena de gozo que una revista de información como 30Días haya presentado durante meses al gran público esta gran figura en un diálogo con nuestro tiempo. Dialogo que realmente pone en evidencia la profundidad y actualidad de su pensamiento. El que san Agustín sea accesible a nuestras preguntas, y a nuestra actualidad, es mi motivo de gozo y por consiguiente he dado un sí algo paradójico, quizá no justificado, en una situación en la que debería haber dicho que no.
De modo que he de pedir perdón si me presento poco preparado e incapaz de presentar este libro para demostrar su valor real, su contenido profundo.
Sí que creo poder hablar de los dos elementos que, tras una lectura superficial, creo que son los más importantes, como ya se ve por el título: el poder y la gracia. Cuando comencé hace cincuenta años con san Agustín, vi enseguida que se trataba de un contemporáneo mío. Un hombre que no habla desde lejos ni desde un contexto completamente diferente del nuestro, sino que, habiendo vivido en un contexto muy similar al nuestro, responde, a su manera naturalmente, a problemas que son también problemas nuestros.
El primer problema escondido bajo la palabra poder es el de la llamada teología política, de la relación entre el mundo político y el religioso. El senador Andreotti ha hablado de que también este contexto nos hace pensar mucho en la relación entre ambos mundos. Agustín vivió en un Imperio jurídicamente cristiano, donde el cristianismo era religión de Estado, aunque la mayoría de los ciudadanos aún no lo eran. El emperador era cristiano y se consideraba el protector de la Iglesia, o mejor, la personificación de la Iglesia, que para él se identificaba casi con el Imperio. Y en un Estado en el que el cristianismo es religión oficial, entrelazándose con los grados más altos del Estado, es grande el peligro de que también el teólogo y el obispo pierdan de vista la diferencia entre ambas cosas y se llegue a una politización de la fe incompatible tanto con su libertad como también con su universalidad. En realidad, en el periodo y la generación anteriores a san Agustín, Eusebio de Cesarea había creado una teología política en este sentido, en la que el Imperio y la Iglesia casi si identifican. El Imperio se convierte en el modo en el que Dios realiza su proyecto para la historia. El problema de esta identificación surgió en la crisis arriana, que no es sólo la crisis de enseñanza cristológica, de fe cristológica, sino sobre todo una crisis del problema de la justa relación entre Estado e Iglesia, entre política y fe. Pensemos en el episodio del Sínodo de Milán del año 355, cuando Eusebio de Vercelli, una de las grandes figuras que se resistieron a aceptar esta identificación, se negó a someterse al emperador que quería que firmara un documento de fe arriana. A Eusebio, que considera este documento incompatible con las leyes de la Iglesia, el emperador Constanzo le responde: «La ley de la Iglesia soy yo». La fe se ha convertido, pues, en una función del Imperio. Eusebio, y pocos más, es una de las grandes figuras que, como he dicho, se resisten a estas insinuaciones y defienden la libertad de la Iglesia, la libertad de la fe y también su universalidad. Esto, una generación después, en la vida de san Agustín parece ya más difícil porque la fe nicena mientras tanto es aceptada incluso por los emperadores. De modo que no existiendo ya estos conflictos, se podría fácilmente sentir la tentación de entrar en esta identificación, llegando así a una inculturación de la fe, en la que la fe y la cultura se identifican de manera inseparable, y la fe pierde su universalidad tanto diacrónica como sincrónica. Con esto quiero decir que la fe ya no puede comunicarse con otros mundos de cultura, ni en otros tiempos con otras culturas. San Agustín era, en esta gran tentación, la figura que defendió la diferencia esencial, que incluso en situaciones privilegiadas de casi identidad de la población, no puede nunca desaparecer. Desde luego, le ayudó el que el año 410 los godos conquistaron Roma, la saquearon, y los paganos reaccionaron diciendo: «Mirad: esto ha sucedido ahora con el cristianismo. Cuando existían aún los dioses de la patria, Roma estaba defendida, era la capital del mundo. Ahora habéis expulsado a los dioses, y san Pedro y san Pablo, vuestros patrones, no pueden defender la ciudad. Ya vemos que hay que volver a los dioses». De este modo los paganos (con razón, desde su punto de vista) se convierten en propagadores de una teología política en la que los dioses existen en función del Estado, y el Estado en función de las divinidades. Precisamente en esta situación de profunda crisis espiritual, san Agustín comprende y ve que la identificación es una característica de la religión pagana, en la que las divinidades son autóctonas, son las divinidades parciales de esta realidad. Mientras que una fe que cree en el único Dios, en el Dios de todos los pueblos y todas las culturas, no puede conocer esta identificación. Así es como insiste en que la Iglesia y el Estado no pueden confundirse. La Iglesia, con toda su fragilidad, con todo y haberse mezclado en las cosas humanas antiguamente, incluso en los pecados de entonces, es una realidad diferente, una señal de una nueva sociedad futura que ahora no es Estado, pero que se anuncia, mediante la Iglesia, para el futuro y mueve a la historia hacia el futuro. Mientras que el Estado sigue siendo Estado del presente, y su función es distinta de la de la Iglesia.
No quisiera ahora adentrarme en esto, pero me parece que el gran mérito de san Agustín fue el haber creado esta filosofía, esta teología de la diversidad de las funciones, en la responsabilidad común guiada por los valores que pueden crear una sociedad justa. Sabemos bien qué difícil era para los contemporáneos de san Agustín comprender esta distinción. Ya su amigo Orosio, en su libro sobre la historia, sobre la ciudad de Dios, cae más o menos en la identificación. Luego, el Medioevo creó un agustinismo político que era un malentendido del verdadero agustinismo. Pero con las lecturas en profundidad reaparece la grandeza de la figura de san Agustín. Y pienso que una filosofía política y una verdadera eclesiología, una fe en el único Dios, que es Dios de todos, la búsqueda de una verdadera universalidad de la fe que se expresa en todas las culturas no identificándose nunca con una sola de ellas, pueden también hoy aprender mucho del diálogo con san Agustín.
Segundo punto: el título del libro habla del poder y habla de la gracia. Como sabemos, en la segunda y última etapa de la vida de san Agustín, este se convirtió en su gran tema, mientras que en el debate tanto con la reacción pagana, como con el donatismo, vio sobre todo la necesidad de reflejar el tema del poder y la diversidad de las esferas. Luego, obligado por la situación, entra en un debate con ciertas tendencias del monaquismo de su tiempo, con un moralismo cuya figura sobresaliente era Pelagio, en el que el monaquismo, que al principio era precisamente vida de la adoración y fuga saeculi, como se decía, se convierte en un moralismo en el que se construye, con la fuerza de la moralidad humana, la nueva sociedad. Y la tentación de transformar el cristianismo en moralismo y de concentrar todo en la acción moral del hombre es grande en todos los tiempos. Porque el hombre se ve sobre todo a sí mismo, Dios sigue siendo invisible, intocable, y por consiguiente el hombre se apoya sobre todo en su propia acción. Pero si Dios no actúa, si Dios no es un verdadero sujeto agente en la historia que entra también en mi vida personal, entonces, ¿qué quiere decir redención? ¿Qué valor tiene nuestra relación con Cristo, y de este modo, con el Dios trinitario? Creo que la tentación de reducir el cristianismo a moralismo es grandísima incluso en nuestro tiempo, y me alegra que 30Días aborde con frecuencia este problema. Porque vivimos todos en una atmósfera de deísmo. Nuestra idea de las leyes naturales no nos permite ya pensar con facilidad en una acción de Dios en nuestro mundo. Parece que no hay espacio para que pueda actuar Dios mismo en la historia humana y en mi vida. Y de este modo tenemos la idea de que Dios no puede entrar en este cosmos, hecho y cerrado contra él. ¿Qué queda? Nuestra acción. Y hemos de transformar nosotros el mundo, hemos de crear nosotros la redención, hemos de crear nosotros el mundo mejor, un mundo nuevo. Y si se piensa así, el cristianismo ha muerto, el lenguaje religioso se convierte en lenguaje puramente simbólico y vacío. 30Días tiene el gran mérito de haber demostrado que en oraciones modernas, incluso en las traducciones de las oraciones litúrgicas, existe esta tentación de dejar a un lado la esperanza de una intervención de Dios –parece demasiado ingenuo esperar esto– que transforma todo en llamamientos a nuestra actuación. Muy comprensible. Pero entonces nos falta precisamente el verdadero diálogo, nos falta la fuerza del amor eterno, que es la verdadera fuerza que puede responder a los desafíos de nuestra vida y de la política. Agustín conoció esta tendencia. Respondió con fuerza y, siendo el doctor de la gracia, nos invita a seguirlo y a confiarnos con nuestra acción a la comunión con la acción de Dios, a creer que el amor es un poder –un poder también en el mundo de hoy­– y que el amor posee la capacidad de transformar el mundo y provoca nuestro amor y en esta comunión de las dos voluntades, por así decir, se puede seguir adelante. Por consiguiente, dicho de otro modo, Agustín enseña que la santidad y la rectitud cristianas no consisten en ninguna grandeza sobrehumana o talento superior. Si fuera así, el cristianismo se convertiría en una religión para algunos héroes o para grupos de elegidos, para monjes que tienen tiempo y fuerza para hacerlo. Era esta la visión de la filosofía de la antigüedad tardía, para la que los filósofos poseen la capacidad de elevarse hasta la divinidad, mientras que la gente sencilla ha de conformarse y vivir en un nivel inferior. Agustín dice no, dice que la fe cristiana es precisamente la religión de los sencillos, el Señor se comunica a los sencillos. Así que no es algo sobrehumano, sino que se realiza en la obediencia que se pone a disposición cuando Dios llama, la misma obediencia que no se confía al poder o la grandeza propias, sino que se funda en la grandeza del Dios de Jesucristo y es consciente de que tal grandeza divina se puede ha­llar precisamente en ser­vir y perderse, en dejarse guiar por la verdad y dejarse mover por el amor.
Una última observación. El título me inspira otro pensamiento. El poder y la gracia: podría traducirse, o por lo menos se le podría asociar otro término: lo visible y lo invisible. En nuestros tiempos, las exigencias de lo visible, de lo controlable, han crecido aún más, hasta el punto de que hoy nos creemos más emancipados, más cuerdos porque tomamos en serio sólo lo que es visible, y lo que podemos dominar. En realidad, esto disminuye la capacidad visual de nuestra mente y nuestro corazón. No conseguimos ya mirar lo invisible y lo eterno, sin lo que en realidad todo lo visible no podría ni subsistir ni existir.
Para concluir, Agustín es actual también por esto. Porque su figura es una exhortación a fiarnos de lo invisible, a reconocer lo verdaderamente importante y determinante para nuestra vida. Gracias.

GIULIO ANDREOTTI:
Ahora la breve intervención de tres de los autores.
MASSIMO BORGHESI:
Brevemente llamaré la atención sobre los contenidos del volumen y el sentido de esta publicación, partiendo ante todo del título, sobre el que también su eminencia se ha detenido. El título recuerda El poder y la gloria, de Graham Green. Pero un título parecido lleva también la obra de Reinhold Schneider, Macht und Gnade (Poder y gracia). El volumen que presentamos representa la conclusión de un recorrido conceptual. Tiene su significado en la medida en que recoge una reflexión que no es de hoy, sino que viene de lejos. Sería interesante, desde este punto de vista, recorrer los últimos años del semanario Il Sabato para observar una continuidad de reflexión con 30Días. No es casualidad que algunos artículos recogidos en el volumen procedan precisamente de Il Sabato. Pues bien, Il Sabato, a finales de los ochenta había desarrollado una crítica puntual a la prioridad dada por amplios sectores de la Iglesia a la “cuestión ética” totalmente centrada en la “crisis” y la “restauración” de los valores. Se utilizó entonces el término “pelagianismo” para indicar la ideología moralista que subyacía en la práctica eclesial. En el fondo fue Il Sabato el que sacó a relucir el nombre de Pelagio, autor que por entonces era casi desconocido fuera de quienes nos interesábamos por el tema. Se quería con ello subrayar la urgencia de que la Iglesia no se redujera a una especie de agencia ética del mundo en crisis, sino que volviera a descubrir más profundamente su propia misión y significado en el mundo contemporáneo. En el fondo, la Iglesia como agencia ética tendía a hacer suya la idea de la “reforma intelectual y moral” en los términos utilizados por Antonio Gramsci. La intención base venía del problema de la hegemonía, una hegemonía “católica” que había que reconquistar precisamente en el terreno de la moralidad y las costumbres. Recuerdo que en aquellos años una crítica del pelagianismo de izquierda podía encontrarse en los escritos póstumos de Claudio Napoleoni Cercate ancora. Lettere sulla laicità. Pues bien, desde Pelagio, como consecuencia casi necesaria, se había dado un salto a su intérprete y crítico por excelencia, Agustín. No creo equivocarme diciendo que, a finales de los ochenta y comienzos de los noventa, a san Agustín casi se le ignoraba en el ámbito cultural católico. Claro que se conocía al autor de las Confesiones, pero el Agustín teólogo de la gracia y el gran teórico de la Ciudad de Dios, es decir, de una reflexión histórico-política a partir del cristianismo, estaba totalmente olvidado incluso en el ámbito más restringido de los estudios.
Andreotti y Ratzinger dialogan en el claustro

Andreotti y Ratzinger dialogan en el claustro

¿Qué significaba y qué significa Agustín en los ensayos recogidos en el volumen? Ante todo, quiere decir volver a acceder a una óptica “premedieval”, a una óptica cristiana que reflexiona sobre el mundo antes del Medioevo, es decir, antes de la “cristiandad establecida”. Por ello es un cristianismo que aún se paragona con el paganismo. Todo esto, ni que decir tiene, está presente profundamente en la situación contemporánea. También nosotros estamos hoy en una perspectiva en muchos aspectos análoga y similar a la del cristianismo de los primeros siglos.
En segundo lugar, Agustín nos coloca en una posición realista, capaz de llevar a cabo un análisis duro y desencantado del poder, de los resortes y mecanismos del poder, de cómo ha de relacionarse el cristiano con aquél. En el volumen hay algunos ensayos de Roberto Esposito y de Giacomo B. Contri muy interesantes sobre este punto. Concepción realista, y sin embargo, al mismo tiempo, no absolutista sino tolerante. Ni el Estado ha de avasallar a la Iglesia ni ésta ha de identificarse con aquél. Muchas de las entrevistas al padre Nello Cipriani giran en torno al tema de las “leyes imperfectas”, es decir, de las leyes no totalmente conformes con el derecho natural. En la concepción agustiniana la Iglesia ha de tolerar las llamadas leyes imperfectas en la medida en que concurren a permitir la paz social de la que ella misma saca seguros beneficios. De tal manera la reflexión histórica de Agustín se sitúa entre Orígenes y Eusebio de Cesarea. A este respecto, uno de los textos más citados en el libro es La unidad de las naciones, del cardenal Ratzinger, un estudio de 1971 dedicado al parangón entre Agustín y Orígenes. Orígenes, a partir de un cristianismo con rasgos gnóstico-revolucionarios, tiende a deslegitimar las reglas del Estado en la medida en que no son conformes a la moral cristiana. En el lado opuesto se sitúa, en cambio, la posición de Eusebio de Cesarea, sobre el que el padre Raffaele Farina hace un penetrante análisis. Para el padre Farina, después de Constantino existe una perfecta identidad entre el cristianismo y el Imperio romano. Entre ambas posiciones emerge la postura de Agustín, a quien no le preocupa la cristianización del Estado. Incluso cuando el Estado está dirigido por un emperador cristiano sigue siendo Estado “terrenal”, y no puede convertirse en otra cosa.
Tercer apunte: ¿cómo es posible el realismo agustiniano? ¿Cuál es el punto de vista que le permite a Agustín mirar al poder de manera tan objetiva y desencantada? Ello es posible porque juzga el poder a partir de un punto exterior a éste. Para él, las “ciudades” son dos. Esta es la gran intuición agustiniana, que, perdida en el pensamiento político medieval, como puede verse por las puntuales observaciones de Elvio Ancona, se opone a la utopía moderna, tanto laica como cristiana, para la que la ciudad es una y a ella hay que dedicarle toda la energía para hacerla perfecta. Pues bien, para Agustín las ciudades son dos y no pueden ser identificadas. Y, sin embargo, están perplexae, están mezcladas hasta el fin del mundo. De esta manera algunos de la ciudad del mundo se hallarán en el paraíso, mientras que otros, de la ciudad de Dios, se perderán.
Cuarto elemento de interés: la relación entre gracia y libertad. Si las ciudades están perplexae la dinámica de acontecimiento del cristianismo no puede más que desarrollarse mediante encuentros humanos significativos, vale a decir, en la relación entre gracia y libertad. Esto va más allá y trastoca las afiliaciones ideológicas, políticas, sectoriales. Es relevante en un contexto como el actual la posibilidad de encontrar hombres, personas, en su corazón, independientemente de esquemas prefijados.
Una gracia persuasiva. Hay algunos fragmentos muy hermosos que Lorenzo Cappelletti ha sacado del De gratia Christi et de peccato originali, donde Agustín critica y condena a Pelagio porque insiste sólo en la gracia como iluminación del intelecto, es decir, en la gracia mediante la enseñanza de la doctrina, como si el cristianismo coincidiera solamente con la exposición de una doctrina, moral o no, como si uno pudiera hacerse cristiano simplemente aprendiendo una doctrina. Y Agustín en cambio insiste en una gracia que toca el corazón, además de la doctrina. Es decir, una gracia persuasiva que requiere un testimonio real.
Por último, y para concluir, tenemos el ecumenismo, el último término que aflora como motivo de interés y actualidad de Agustín. Algunos fragmentos muy hermosos al final del volumen sacados de varias obras de Agustín insisten precisamente en que no hay que abandonar nunca la intuición de verdad del otro para criticar su error. La crítica del error no ha de impedir ver cuánto hay de verdadero, y es necesario separar la verdad y el error para que el otro pueda reconocer la verdad plena. Este sentido ecuménico y universal es también un tema de gran interés y actualidad en el contexto contemporáneo. Gracias.

NELLO CIPRIANI:
Quisiera ante todo elogiar y agradecer a la dirección de 30Días el que haya recogido estas entrevistas y ensayos sobre el pensamiento de san Agustín, mostrando su actualidad en puntos que aún hoy siguen teniendo gran interés para los cristianos, para los creyentes. Me refiero al tema de la relación entre Estado e Iglesia, de la actitud del cristiano ante las leyes del Estado; me refiero al problema de la gracia y también al del ecumenismo. Pero en esta brevísima intervención me gustaría llamar la atención sobre otro tema del que no se ha hablado. Es decir, la reconstrucción del pensamiento agustiniano, aún dominante, que contempla una evolución inicial desde una postura fuertemente platonizante a otra de madurez propiamente cristiana. En el ensayo titulado Una via adeguata ai sensi de Massimo Borghesi, se habla de un inicial idealismo cristiano de Agustín, que luego se convierte en realismo cristiano. Bajo estos aspectos se incluye la comprensión por parte de Agustín de Cristo, del hombre, de la Iglesia en sentido muy diferente. Quisiera sólo decir que mis investigaciones más recientes, en cambio, me están llevando a convencerme de que acentuar esta evolución no respeta completamente el pensamiento de san Agustín. Lo que quiero decir es que desde las primeras obras de Agustín –aunque el platonismo es evidente, precisamente por su propósito explícito de hacer filosofía inspirándose en los grandes temas del Neoplatonismo (Dios y el alma)–, en los repliegues de sus diálogos se esconden páginas en las que la fe cristiana se muestra mucho más realista por lo que se refiere a la persona de Cristo hombre-Dios, por lo que se refiere a la fe cristiana, que no es sólo una actitud que prepara a la contemplación, sino que es una dimensión de vida nueva en Cristo. La comprensión de Cristo que se revela en estas páginas –a las que por desgracia los estudiosos no les han dado la importancia que tienen– está saliendo a relucir en mis investigaciones muy claramente. Esto ha sido posible porque, aplicando métodos filológicos mucho más atentos, puede darse con las fuentes cristianas que desconocían muchos estudiosos de las primeras obras de san Agustín. Me refiero en particular al influjo de Marius Victorinus. No sólo el Marius Victorinus de los tratados antiarrianos, sino también al exégeta de las cartas de san Pablo. Precisamente la exégesis de las epístolas paulinas le permiten a Agustín, aún no bautizado, expresar una fe en Cristo mucho más madura de lo que comúnmente se le atribuye. Gracias.
Me llena de gozo que una revista de información como 30Días haya presentado durante meses al gran público esta figura en un diálogo con nuestro tiempo. Diálogo que realmente pone en evidencia la profundidad y actualidad de su pensamiento. El que san Agustín sea accesible a nuestras preguntas, y a nuestra actualidad, es mi motivo de gozo

CLAUDIO PETRUCCIOLI:
Agradezco de corazón que se me haya invitado, y se lo agradezco, como es obvio, aunque me provoque cierto embarazo la insistencia para que interviniera brevemente esta tarde, al amigo Andreotti, el director de la revista. Creo que esta insistencia se debe al hecho de que yo puedo decir algo sincero, no sé qué otra expresión utilizar, sobre el núcleo de los problemas que, como han oído, se tratan en este libro sobre san Agustín, del que sacan su fuerza. Yo doy con mucho gusto este testimonio porque acercarse a las páginas de Agustín, o que hablan de Agustín, no digo que obliga pero sí permite, cosa poco común, pensar en los fundamentos. Este es el motivo que yo creo que es válido para todos. Para mí está muy clara, y la hallo convincente, la intención de los autores –creo que incluso filológicamente tiene su fundamento, aunque no me permito opinar sobre el tema– es decir, la interpretación de que las dos ciudades de Agustín, la ciudad de Dios y la del mundo, se complementan y se justifican, no son separables, como ha dicho de manera muy precisa el profesor Borghesi. Para mí está claro que puede defenderse que la ciudad de Dios [suena el teléfono móvil de Petruccioli] (perdonen; a propósito, esta es una intervención diabólica), que la ciudad de Dios, la gracia, esa dimensión es indispensable para poder vivir –vivir de manera libre– la ciudad del mundo y afrontar el carácter diabólico del poder y su contradicción imposible de eliminar. La considero una argumentación fuerte que posee una notable carga polémica con respecto a la interpretación –que existe también en el pensamiento cristiano– que se basa en la posibilidad de hacer bueno el poder con la gracia: la cita que se hace de Maritain, de Von Balthasar como protagonistas, intérpretes de esta visión, lleva a un compromiso muy relevante en la reflexión del pensamiento político y no sólo del pensamiento político del creyente, del cristiano. Pero yo no quiero por supuesto entrar en esto. Mi reflexión es la siguiente: si es necesaria, indispensable, la gracia –perdónenme si me expreso de manera simplificada– para poder practicar, sin reducirse a la esclavitud, el poder, ¿quien no dispone de la gracia, cómo puede hacer? Creo que esta visión tan fuerte se funda en una antropología negativa. Creo que para el no creyente la posibilidad de practicar el poder sin rendirse al poder, sin someterse a él, no puede prescindir de la antropología positiva. Fundarse en la posibilidad, aunque sea dificilísima, aunque no imposible, de poder practicar, vivir en la ciudad del mundo porque se puede poseer una cierta dosis de confianza incluso prescindiendo de la gracia. Claro que, si uno encuentra la gracia, si la merece, bienvenida sea. Pero también está quien les habla, por ejemplo, que por lo menos hasta el momento no ha tenido nunca la gracia, no se la ha merecido, aún no ha sido capaz de reconocerla, digámoslo como queramos. Pero yo estoy, estamos. Así que la pregunta que se me ocurre es ésta. Por otra parte, la antropología negativa para quien no dispone del don de la gracia puede llevar a una interpretación demiúrgica del poder, a entronar el poder en lugar de Dios. Tiene perfectamente razón el profesor Esposito cuando dice: «El verdadero mal, el mal radical que nace de la libre elección (el verdadero mal nace de la libertad de elegirlo, y visto que la libertad es una categoría propia de lo político, también el mal, el mal radical, es un problema que interesa lo político), por lo menos el que históricamente ha sido tal, nunca se da como lo contrario del bien, sino que es el que se autodefine como el bien absoluto, que interioriza la ley. Así que el verdadero mal es siempre […] imitación del bien. El verdadero mal, el radical, no dice nunca que quiere destruir el bien, dice siempre que quiere encarnarlo» y realizarlo plenamente. Entonces la reflexión que se me ha ocurrido hacer y que les someto es ésta: para usar la expresión que aquí se cita de Niebuhr a propósito de Agustín, «ni ilusos ni cínicos» (puesto que este programa «ni ilusos ni cínicos» es un programa que encuentro muy cercano, muy humano por lo que consigo desear), me pregunto: ¿se puede ser así sin la gracia? ¿Por lo menos en cierta dimensión? Me lo pregunto yo, soy yo quien ha de dar la respuesta, evidentemente. ¿Se puede tratar también sin gracia de vivir en el mejor modo posible? Claro que aquí la pregunta va a quien la hace porque la respuesta de quien dispone de la gracia afortunadamente es una respuesta coherente y fuerte. Se me ocurre decir que, desde luego, aquí hay una norma: “no le hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”, “hazles a los demás lo que en su situación tú esperarías de ellos”, que es un conjunto, me doy cuenta, de altruismo y egoísmo, diría yo, en modo neutro, que es una idea mutualista del vivir (en fin, Dilthey, para ser breve): es toda la respuesta que, modestamente, soy capaz de dar a la pregunta que me he hecho. Pero es una respuesta que, sin embargo, surge de la pregunta fundamental que hace Agustín y que no puede evitarse.
GIULIO ANDREOTTI:
Vuelvo a expresar al cardenal Ratzinger y a todos los embajadores, a los profesores, a todos, mi agradecimiento. En nuestro esfuerzo mensual nos prometemos siempre, aunque no sé si lo conseguimos, reflexionar y hacer reflexionar sobre algunas cosas que pasan y sobre otras cosas que están ahí e iluminan. Le quedo muy agradecido también al colega Petruccioli porque, como verán en la conclusión de su entrevista publicada en el libro, nos hace un gran llamamiento, es decir: quien haya tenido este don de la gracia y, podemos decir, el don de la fe, ha de intentar –nunca a la fuerza, como es obvio, en esto creo que todos estamos de acuerdo– que los demás puedan tener la oportunidad de profundizar y de poseer este don. Y, por otra parte, siendo un don, ninguno de nosotros puede gloriarse de ello, lo único que podemos hacer es dar gracias a Dios.


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