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SAN BENITO
Sacado del n. 05 - 2005

«No anteponer nada al amor de Cristo»


«Nihil amori Christi praeponere». Esta repetida indicación de la Regla une al papa Benedicto XVI con el santo patrono de Europa. Un artículo del abad del monasterio de Santa Escolástica de Subiaco


por dom Mauro Meacci


El último coloquio entre san Benito y santa Escolástica, maestro umbro del siglo XV, Iglesia superior del Sacro Speco, Subiaco

El último coloquio entre san Benito y santa Escolástica, maestro umbro del siglo XV, Iglesia superior del Sacro Speco, Subiaco

«Lo que más necesitamos en este momento de la historia son hombres que a través de una fe iluminada y vivida, hagan que Dios sea creíble en este mundo… Necesitamos hombres como Benito de Nursia, quien en un tiempo de disipación y decadencia, penetró en la soledad más profunda logrando, después de todas las purificaciones que tuvo que sufrir, alzarse hasta la luz, regresar y fundar Montecassino, la ciudad sobre el monte que, con tantas ruinas, reunió las fuerzas de las que se formó un mundo nuevo. De este modo Benito, como Abraham, llegó a ser padre de muchos pueblos». Cuando el 1 de abril de 2005 el cardenal Joseph Ratzinger concluyó con estas palabras su conferencia en Subiaco titulada “Europa en la crisis de las culturas”, nadie se imaginaba lo que iba a pasar al cabo de poco.
El día siguiente moría el amadísimo papa Juan Pablo II y pocos días después, el 19 de abril, el cardenal Ratzinger era elegido Obispo de Roma y, por tanto, supremo pastor de la Iglesia católica con el nombre de Benedicto XVI.
Con este nombre el Papa se unía a su predecesor Benedicto XV, comprometido en la defensa de la paz y en la evangelización de todo el mundo, y, de manera especial, a san Benito, legislador del monaquismo occidental y patrono de Europa. Su devoción personal y el hecho de compartir esa profunda espiritualidad expresada por la repetida cita del capítulo 4, 21 de la Regla –«Nihil amori Christi praeponere»– unen al Santo Padre con el santo de Nursia.
Todo esto ha hecho que muchos sientan el deseo de conocer un poco mejor la figura y la obra de san Benito, figura tan alabada como poco conocida por la aparente distancia que la separa de la vida común y la lejanía cronológica.
De san Benito sabemos lo que nos dice el papa Gregorio I Magno (590-604) en el Segundo Libro de los Diálogos y poseemos un sólo escrito autógrafo, la Regula monachorum.
Benito nació en torno al 480 en Nursia. Tras un periodo de estudios en Roma se retiró a Subiaco donde vivió durante unos tres años como ermitaño en una cueva cerca del monasterio del monje Romano. Alrededor del 500 comenzó a recoger discípulos fundando, en las ruinas de la Villa neroniana, trece monasterios de doce monjes cada uno, reunidos en torno a un abad, según el modelo apostólico. Varios hechos y una nueva visión de la vida monástica como única familia en torno a un único abad hacen que en el 529 deje Subiaco y vaya a Montecassino donde funda esa “Ciudad sobre el monte” orgullo de toda la tradición monástica. Allí, mientras rezaba de pie sostenido por dos discípulos, murió el 21 de marzo del 547.
Hoy san Benito es conocido como patrono de Europa, pero hay aspectos de su historia personal y de los fines de su obra que pueden hacer difícil comprender la congruencia de este patronato.
En efecto, cuando nació san Benito, hacía poco que había desaparecido el Imperio romano de Occidente y la Europa romanizada estaba dividida en numerosos principados locales en guerra con la parte latina y a menudo también entre ellos. Habrá que esperar los siglos VIII y IX para encontrar de nuevo el proyecto de algo que hiciera referencia a una unidad territorial “europea”.
Además, san Benito vivió toda su vida en una región circunscrita en torno a Roma y, aunque tenía relaciones con personas importantes de la época, no consta que haya viajado o conocido otros contextos culturales.
En fin, el objetivo de la institución que concibió san Benito no pretendía reactivar la antigua cultura o renovar el impulso misionero de la Iglesia en medio de las tribus bárbaras, esfuerzos intentados por otras realidades monásticas contemporáneas, sino que pretendía favorecer la búsqueda de Dios como único fin de la vida. “Quaerere Deum”, este es el ideal que san Benito propone al hermano que pide entrar en el monasterio, y para favorecer esta búsqueda organiza la comunidad en torno a la lectura meditativa de las Sagradas Escrituras, a la oración y a ese conjunto de actividades que permiten la vida práctica y el desarrollo de las relaciones de caridad fraternal.
¿Dónde está Europa en todo esto? ¿Dónde ese programa realizado de integración entre romanidad y mundo germánico y eslavo?
En ninguna parte de modo consciente, en todas y cada una de sus partes como premisa y raíz.
La búsqueda seria de Dios supone, para el monje cristiano, el conocimiento de esos insustituibles documentos de la fe que son las Sagradas Escrituras. En el armarium de la sacristía, núcleo de las bibliotecas monásticas, se conservan además de los códices litúrgicos también los que contienen la Biblia y los principales comentarios de los Padres de la Iglesia. Muy pronto la necesidad de comprender mejor el texto sagrado hará que los monjes profundicen también en los conocimientos gramaticales y sintácticos que solamente podían adquirir con el estudio de los autores clásicos y de sus métodos de interpretación. Todo esto llevó a ese admirable fenómeno de la conservación de la cultura antigua, cuyo mérito aún atribuimos al monaquismo. Sin embargo, a menudo se olvida que en el ardor del debate que se daba en las escuelas monásticas se desarrolló una teología particular, que el padre Jean Leclercq llamará «sapiencial», heredera de la gran tradición patrística y fuertemente modelada por la praxis de la lectio divina, donde el fin del alimento espiritual triunfará siempre respecto a la academia especulativo-científica.
La verdad captada en la meditación de la página sagrada brilló pronto en la creación artística más variada y original. Los amanuenses de los códices litúrgicos y bíblicos instituyeron el uso de adornar los textos con espléndidas miniaturas, verdaderas pausas meditativas y explicativas. Igualmente los arquitectos de las basílicas y de las iglesias monásticas hallaron el modo de utilizar los recursos más variados para replantear la misma verdad evangélica. ¿Acaso no son verdaderas meditaciones de la Palabra hechas con la piedra ciertos capiteles románicos? ¿Qué son los grandes ciclos de frescos de las iglesias si no modos para poner a todo el mundo en la condición de acercarse al texto sagrado y por ello justamente definidos Biblia pauperum? ¿Qué es el canto gregoriano si no la expresión lograda de una meditación musical de las Sagradas Escrituras?
A partir de finales del siglo VIII y de manera más convencida y sistemática en las primeras décadas del siglo IX, todo esto, impulsado por la corte carolingia gracias a la obra de Alcuino y de san Benito de Aniane, se convertirá en patrimonio de todos y, en el esfuerzo de dar unidad cultural al renovado Imperio, en humus de la renaciente cultura europea. Los castillos, las catedrales y los centenares de monasterios diseminados más allá del Rin y del Vístula serán las cabezas de puente y los centros vitales de ese apasionante periodo histórico que, pese a las sombras del siglo X, dará sus frutos mejores en el gran florecimiento de la Edad Media.
También las exigencias de la vida comunitaria hicieron que se desarrollaran o afinaran algunas categorías que serán fundamentales para la integración de los pueblos nuevos con el clasicismo y para su crecimiento humano.
En primer lugar, la concepción del tiempo y del espacio. A los nuevos pueblos, generalmente nómadas, acostumbrados a vivir bajo el cielo y en el horizonte de una tierra que recorrían con sus flechas y caballos, los monasterios ofrecían el ejemplo de una vida comunitaria donde las distintas ocupaciones –la oración, el estudio, el trabajo, la refacción, el debate, el descanso, etc.– tenían lugar en los tiempos fijados y en los lugares establecidos. Nunca se podrá calcular totalmente la fuerza civilizadora y educadora de esta activa regularidad que desde los monasterios se difundirá por todas parte con los tañidos severos de la campana llamando a las varias ocupaciones: «Porque el ocio es enemigo del alma».
San Benito advierte al abad que siempre ha de tener en cuenta que debe guiar no a gente fuerte o perfecta, sino a personas débiles o pecadoras. De aquí nace la preocupación de poner atención a las exigencias de cada uno y, sin olvidar el deber de orientar a todos según la Regla, no hacer que ésta se convierta en un obstáculo para nadie. Sería largo enumerar los muchísimos casos en que la dialéctica entre observancia literal y legítima excepción se resuelve, a juicio del abad, en la elección de la solución más atenta a la necesidad concreta del individuo o de la comunidad. De este modo, respetando siempre la paternidad del abad, expresión de la paternidad divina, el monje se percibe como persona portadora de su propia dignidad inalienable, con precisos derechos y deberes que derivan de la ley divina y que la Regla reconoce. No cabe duda de que el camino hacia la moderna concepción de la persona y de las justas relaciones con la autoridad es aún largo y ha de pasar por situaciones históricas dolorosas; sin embargo, hay aquí una base fundamental porque somos todos hijos de un único Padre y somos todos hermanos en Cristo aunque desempeñando papeles comunitarios distintos.
En fin, ¿podríamos olvidar la nueva dignidad que la Regla da al trabajo manual? Sabemos que en la antigüedad se consideraban dignas del hombre libre solamente las actividades relativas al gobierno y las intelectuales y, en los nuevos pueblos, las de la guerra. Frente a esta mentalidad los monasterios, a menudo formados por monjes que procedían de patriciado antiguo o de la nueva nobleza, ofrecían el testimonio de un trabajo manual asumido como disciplina y como instrumento de adaptación de la realidad circunstante a las exigencias de la comunidad, según el principio: «Cada uno viva de su propio trabajo». También en este terreno, según las complejas contingencias históricas, la familia benedictina ofrecerá aportaciones fundamentales para la Edad Media europea.
Estos grandes rasgos nos hacen comprender que la construcción de Europa está inseparablemente unida a la fuerza irradiante y estructurante de la intuición espiritual de san Benito. Una convincente actualización de la fe evangélica que, casi naturalmente, se hace cultura y levadura de opciones sociales que, permítanme la expresión quizás algo atrevida, dejarán entrever del siglo XI al XII –la época de Cluny y de Cîteaux– el sueño realizado de una Europa civilizada y unificada en el nombre de Cristo.
Para terminar, quisiera volver a esa expresión que el Santo Padre gusta de repetir: «Nihil amori Christi praeponere». Como ya he dicho, esta frase, pero preferiría decir este programa de vida, se encuentra en la Regla de san Benito, quien, a su vez, la toma del célebre comentario al Padrenuestro de san Cipriano, obispo de Cartago y mártir. Una expresión que funde la espiritualidad de los mártires con la de los monjes. Creo que nuestro tiempo es sensible como pocos otros a la fascinación de este mensaje. Cuando el papa Juan Pablo II señalaba a todos el reto de buscar y vivir una santidad alta, invitaba a recorrer los senderos de la verdad y del valor, precisamente como los monjes y los mártires.
Como los monjes de todos los tiempos, también nosotros debemos buscar con confianza y tesón la verdad, sin cansarnos o asustarnos de recorrer en toda su complejidad los senderos de la cultura moderna, a veces fragmentarios o interrumpidos, pero siempre cargados de humanidad, «per ducatum Evangelii».
Y una vez que la verdad nos ha sorprendido y conquistado, no debemos tener miedo ni desazón a la hora de proponerla y testimoniarla. No lo haremos para afirmar una convicción nuestra, sino para documentar la existencia de un amor que a todos nos precede, a todos nos sostiene, a todos nos espera, imitando así a las comunidades monásticas medievales que, cerca de las grandes ciudades o perdidas en medio de los bosques, situadas dentro de contextos cristianos o diseminadas por tierras paganas hostiles o indiferentes, mantenían su “paso” hecho de oración, estudio, trabajo y amor en espera de…


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