Notas de amistad espiritual
Comunión de espíritu entre san Benito, don Luigi Giussani y el papa Benedicto XVI
por don Giacomo Tantardini

Incredulidad de santo Tomás, Maestro del siglo XIV del Sacro Speco, Iglesia superior, Subiaco (Italia)
Correspondencia
entre cristianismo
y humano. El céntuplo
Quisiera comenzar estas notas de «comunión de espíritu» (Flp 2, 1) entre san Benito, don Giussani y el papa Benedicto XVI a partir de la conferencia pronunciada por el cardenal Ratzinger el 1 de abril de 2005 en Subiaco sobre el tema “Europa en la crisis de las culturas”. Y esto porque precisamente en Subiaco, en un pequeño eremitorio de los montes cercanos al Sacro Speco (Santa Gruta), don Giussani al final de los años sesenta, durante los meses de verano, pasaba días de ejercicios espirituales con jóvenes que manifestaban su deseo de dedicarse a Dios en el sacerdocio o en la vida consagrada.
Naturalmente no pretendo comentar esta última conferencia de Ratzinger como cardenal, pues la calidad y sencillez de su exposición hace que todos capten con facilidad su verdad y belleza. Pretendo solamente aludir a la postura humana que sus palabras testimonian. Un espíritu, un corazón que el apóstol Pablo describe así en una frase suya entre las más citadas por don Giussani: «Examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1Ts 5, 21).
En efecto, por una parte, con toda franqueza «el desarrollo de la cultura ilustrada» es considerado «la contradicción en absoluto más radical no sólo del cristianismo, sino de las tradiciones religiosas y morales de la humanidad» hasta afirmar que «una confusa ideología de la libertad conduce a un dogmatismo que se está revelando cada vez más hostil contra la libertad» y «una filosofía que no expresa la razón completa del hombre, sino solamente una parte de ella, a causa de esta mutilación de la razón no puede ser considerada para nada como racional». Por otra parte, a la pregunta de «si se trata de un simple rechazo del iluminismo y de la modernidad», Ratzinger responde: «De ningún modo». No sólo porque «el cristianismo, desde el principio, se ha comprendido a sí mismo como la religión según la razón», identificando «en el iluminismo filosofico» de aquellos tiempos «sus precursores», sino también porque «ha sido y es mérito del iluminismo el haber replanteado estos valores originales del cristianismo y el haberle devuelto a la razón su propia voz. El Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, subrayó nuevamente esa profunda correspondencia entre cristianismo e iluminismo, tratando de llegar a una verdadera conciliación entre Iglesia y modernidad, que es el gran patrimonio que ambas partes deben tutelar».
Llama la atención la expresión «profunda correspondencia entre cristianismo e iluminismo». Creo que este sorprendente reconocimiento puede hacernos entrever «la comunión de espíritu» entre Ratzinger y Giussani a la hora de concebir y vivir la experiencia cristiana. ¿Qué es la experiencia cristiana sino darse cuenta de la correspondencia entre el acontecimiento de Jesucristo y las exigencias y las evidencias del corazón del hombre? El acontecimiento cristiano, que con su gratuito ofrecerse evidencia la presunción, parcialidad y contradicción de los intentos humanos, cumple de manera sobreabundante toda expectativa humana. Hay una palabra evangélica, quizá la que más repetía Giussani, que indica esta dinámica: «el céntuplo». Fue conmovedor oír que el papa Benedicto, al final de la homilía durante la misa de inicio de su ministerio, repetía, dirigiéndose a los jóvenes, esta misma palabra, «el céntuplo», para describir el proprium de la experiencia cristiana y de su experiencia personal. « Y una vez más el Papa [Juan Pablo II] quería decir: ¡no! quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, deciros a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida. Amén».
El inicio permanente y
la confrontación con
el espíritu de la utopía.
Estas palabras tan evangélicas («El que me sigue tiene la vida eterna y el céntuplo aquí abajo» cf. Mc 10. 29-30) recuerdan lo que el cardenal Ratzinger, presentando en 1993 Un avvenimento di vita cioè una storia, el libro editado por Il Sabato que recoge entrevistas y conversaciones con don Giussani, definía como «la confrontación con el espíritu de la utopía». Y no se trataba tanto de la confrontación, aunque «decisiva», con las utopías mundanas, como de «nuestra tentación» (son palabras de Giussani de octubre de 1976), es decir, la tentación de nosotros, los cristianos, «inmediatamente después de la intuición justa» del hecho cristiano, «de caer poco o mucho en el privilegio dado a un proyecto».
El céntuplo no es el resultado de un proyecto, de un programa. «Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia», dijo también Benedicto XVI en la homilía de la misa de inicio de sus ministerio. El céntuplo aquí bajo, como la vida eterna, tiene un inicio, una fuente «permanente» (cada palabra dicha por Benedicto XVI al asomarse por primera vez a la plaza de San Pedro, que se iba llenando de romanos que corrían para ver al nuevo Papa, queda en la memoria: «Confiando en su ayuda permanente»). El inicio «permanente» es Jesucristo, el Señor resucitado.
«La Iglesia está viva; está viva porque Cristo está vivo, porque él ha resucitado verdaderamente» (Domingo 24 de abril). Y el domingo 1 de mayo, cuando, dirigiéndose a las Iglesias de Oriente que celebran la Pascua repitió con fuerza «Christós anesti! Sí, Cristo ha resucitado; en verdad, ha resucitado», fue estupendo el aplauso inmediato que desde la plaza llena de fieles salió hacia esa ventana.
Aquí la comunión de mente y de corazón entre san Benito, Benedicto XVI, don Giussani y el fiel más pequeño es luminosa y total.
«Don Giussani siempre tuvo la mirada de su vida y de su corazón dirigida hacia Cristo» (dijo el cardenal Ratzinger en la Catedral de Milán durante el funeral de Giussani). «Necesitamos hombres que tengan la mirada fija en Dios, aprendiendo ahí la verdadera humanidad» (en Subiaco). El cardenal Ratzinger terminó su conferencia en Subiaco citando la frase más hermosa que san Benito repite dos veces en la Regla: «Nada absolutamente antepongan a Cristo, el cual nos lleve a todos juntamente a la vida eterna». Dice el capítulo 72: «Christo omnino nihil praeponant», y en el capítulo 4: «Nihil amori Christi praeponere / no anteponer nada al amor de Cristo».
Cuando de este permanente prae-ponere / poner antes, se cae en el privilegio dado a un proyecto, a un programa, entonces «se produce un trabajo difícil y agotador, pesado y amargo» (decía Giussani en octubre de 1976). De «celo de amargura que separa de Dios y lleva al infierno» habla san Benito en el capítulo 72 citado por el cardenal Ratzinger en Subiaco. Y en el capítulo 4 escribe: «Zelum non habere», que evangélicamente podríamos traducir «no os preocupéis» (cf. Mt 6, 25-34).
Este amor de Cristo que siempre se da antes (se trata de su amor: «…juzgan que aun lo bueno que ellos tienen no es obra suya sino del Señor, y engrandecen al Señor que obra en ellos», Prólogo de la Regla), esta mirada fija en Él produce «un celo bueno que separa de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna» (del capítulo 72 citado por el cardenal Ratzinger en Subiaco). «Y ser presencia no quiere decir no expresarse: también la presencia es una expresividad. La utopía tiene como modalidades de expresión el discurso, el proyecto y la búsqueda ansiosa de instrumentos y de formas organizativas. La presencia tiene como modalidad de expresión gestos de humanidad real, es decir, de caridad» (Giussani en octubre de 1976).
Qué estupefaciente es, incluso desde un punto de vista humano, y que católico es, incluso desde un punto de vista teológico, que cada gesto bueno, cada obra buena nazca y florezca siempre de algo que parece nada como es una atracción (La atracción de Jesús, título de un libro de Giussani, Encuentros), de algo que parece nada como es una mirada (Mirar a Cristo, título de un libro de Ratzinger). Así uno es tomado de la mano y «guiado por el Evangelio (per ducatum Evangelii» (Prólogo de la regla). Así, «al ver a Cristo, realmente» uno comprende que «encontrarse con él significa seguirlo» (el cardenal Ratzinger en el funeral de Giussani). De este modo se comprende por qué san Benito ponía el «no anteponer nada al amor de Cristo» entre «los instrumentos de las obras buenas» (título del capítulo 4: Quae sunt instrumenta bonorum operum).
Incluso la obra buena por excelencia, es decir, la liturgia, hecha excepción de la validez de los sacramentos, quedaría reducida, son palabras del cardenal Ratzinger, a «celebración de nosotros mismos», a «teatro», si no fuera un «pensar en Él», un estar «dirigidos al Señor». Se convertiría en un formalismo pesado, pesado porque construido por nosotros. Perdería esa transparencia de belleza que (recordaba Ratzinger en una de sus intervenciones más hermosa, durante el Congreso eucarístico de Bolonia de 1997, aludiendo a una antigua leyenda sobre los orígenes del cristianismo en Rusia) llenó de asombro a los embajadores del príncipe Vladímir de Kiev cuando en la Basílica de Santa Sofía de Constantinopla asistieron a la santa liturgia: «Lo que les asombró fue el misterio como tal, que yendo más allá de la controversia hizo ver a la razón la potencia de la verdad».

Abadía del Sacro Speco, Subiaco
y la no trivialización del mal
Entre los instrumentos de las obras buenas san Benito habla de «no desesperar nunca de la misericordia de Dios / et Dei misericordia numquam desperare» (capítulo 4). Consuelo para quien, como el mismo san Benito se consideraba («nobis male viventibus», capítulo 73), es un pobre pecador.
Toda la Regla, precisamente por ser un simple y humilde dejarse conducir por el Evangelio («per ducatum Evangelii»), es ejemplo maravilloso de cómo «la misericordia de Cristo no implica trivializar el mal» (Ratzinger), de cómo «de la misericordia no sólo nace, sino que en ella se afirma y se salva el hilo de la moralidad» (Giussani).
Y teniendo como imagen ideal del cristiano quien «siempre repite lo que decía publicanus ille evangelicus / aquel publicano del Evangelio» (capítulo 7), la Regla es la propuesta clara, breve, concreta, ante todo de los mandamientos de Dios, que con realismo insuperable Benito enumera al principio del capítulo 4; preceptos que indican lo que hay que hacer y lo que hay que evitar en las distintas circunstancias de la vida. Porque «ante todo /in primis» lo que hay que hacer es: «pídele con una oración muy constante (istantissima oratione) que lleve a su término toda obra buena que comiences» (Prólogo); precisamente porque «el instrumento más eficaz que se debe aplicar», por ejemplo con respecto a un hermano pecador, «es la oración para que el Señor, que todo lo puede (qui omnia potest), sane al hermano enfermo» (capítulo 28), por eso se proponen los mandamientos y los preceptos sin eliminar o vaciar nada.
«No hay nada más realista que afirmar los principios justos con fidelidad. Y el tiempo producirá el cambio. Y el cambio ocurrido será suficiente para dar testimonio del milagro de Dios en nosotros. Quien ha experimentado, aunque sólo sea un poco, esta fidelidad en la repetición de los principios justos sabe qué mortificación es» (Giussani).
La alternativa al moralismo que condena (a los otros) consiste en repetir lo que está bien y lo que está mal junto a la petición a Aquel que todo lo puede. Este re-petir, este re-pedir «siempre sin desfallecer» (Lc 18,1) es lo más sencillo y lo más humilde que podemos hacer, y es «lo que conviene a aquellos que nada estiman tanto como a Cristo» (capítulo 5 de la Regla).
Por esto deseo terminar estas palabras dando las gracias a quien, dos meses antes de ser elegido papa, aceptó escribir la introducción a un pequeño libro de oraciones que habla también de cuáles y cuántas son las cosas que se requieren para hacer una buena confesión.
« Por eso me alegra mucho que 30Giorni publique una nueva edición de este pequeño libro que contiene las oraciones fundamentales de los cristianos, que han ido madurando en el transcurso de los siglos. Nos acompañan durante todos los momentos de nuestra vida y nos ayudan a celebrar la liturgia de la Iglesia rezando. Le deseo a este pequeño libro que pueda convertirse en un compañero de viaje para muchos cristianos. Roma, 18 de febrero de 2005. Cardenal Joseph Ratzinger».
Gracias.