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BENEDICTO XVI EN EL QUIRINAL
Sacado del n. 06 - 2005

EL PAPA EN EL QUIRINAL EL 24 DE JUNIO DE 2005

Una correcta autonomía colaborativa




En esta página, algunos momentos de la visita oficial 
del papa Benedicto XVI al presidente de la República 
Italiana, el 24 de junio de 2005. Las fotos son de Enrico Oliverio. Aquí arriba, el Papa con el presidente Carlo Azeglio Ciampi

En esta página, algunos momentos de la visita oficial del papa Benedicto XVI al presidente de la República Italiana, el 24 de junio de 2005. Las fotos son de Enrico Oliverio. Aquí arriba, el Papa con el presidente Carlo Azeglio Ciampi

El 24 de junio de 2005 se recordará como una de las fechas históricas del palacio del Quirinal, por la visita oficial al Estado italiano del nuevo papa Benedicto XVI. El saludo del presidente Ciampi y la respuesta del Pontífice expresan muy bien las posturas correctas de la autonomía colaborativa entre Estado e Iglesia para los grandes problemas de la humanidad.
Hojeando el álbum de los recuerdos, señalaré dos visitas de Pontífices a su antiguo palacio: Pío XII, que fue a conjurar que Italia permaneciese en la no beligerancia. Por desgracia no le hicieron caso. La otra es de Juan XXIII que, ya mal de salud, recibió aquí significativamente el Premio Balzan.

Giulio Andreotti


EL SALUDO DEL PRESIDENTE CIAMPI

Santidad:
Al recibirle con alegría en el Palacio del Quirinal, le doy una emocionada bienvenida, seguro de interpretar un sentimiento profundo del pueblo italiano, confirmado por la presencia en este salón de los presidentes eméritos y de los representantes de las máximas instituciones de la República.
El Quirinal evoca momentos importantes de la vida de la Iglesia católica y de Italia; aquí están conservados celosamente los testimonios de su origen y de su historia.
Me alegro de poder continuar con usted el coloquio, intenso y franco, comenzado el pasado 3 de mayo en el Vaticano, pocos días después de su subida al trono pontificio.
Italia vive con sentida participación la presencia en Roma de la Santa Sede y del Sumo Pontífice.
El pueblo italiano, que ha vivido con conmovida intensidad la muerte de Juan Pablo II, a cuya memoria dirigimos nuestros afectuosos pensamientos, acogió con alegría su elección al pontificado.
Usted, Santidad, es de casa en nuestro país: comparte desde hace más de veinte años la vida de Roma y de Italia. En sus primeros encuentros con mis compatriotas, en Roma y en Bari, ha tocado con su mano el afecto del pueblo italiano por usted.
El vínculo entre la Santa Sede e Italia es un modelo ejemplar de armoniosa convivencia y colaboración.
Yo mismo suelo mostrar a mis huéspedes extranjeros de cualquier religión, desde la torre del Quirinal, mirador en el centro Roma, el panorama de la ciudad, sobre el que destaca la cúpula miguelangelesca de San Pedro.
Me siento orgulloso porque puedo decirles: allí hay otro Estado, el Estado de la Ciudad del Vaticano; es un ejemplo tangible de cómo pueden restablecerse, en espíritu de paz, las controversias entre los Estados.
Con el mismo orgullo afirmo, como presidente de la República Italiana y como ciudadano, la laicidad de la República Italiana. Dice el artículo 7 de la Constitución italiana: «El Estado y la Iglesia católica son, cada uno en su propio orden, independientes y soberanos. Sus relaciones están reglamentadas por los Pactos lateranenses».
El renovado Concordato de 1984 aclaró y reforzó aún más nuestras relaciones, basadas en el pleno respeto de estos principios.
La distinción necesaria entre el credo religioso de cada uno y la vida de la comunidad civil regulada por las leyes de la República ha consolidado, a lo largo los decenios, una profunda concordia entre Iglesia y Estado.
La delimitación de los respectivos ámbitos refuerza la capacidad de la autoridad de la República y de las autoridades religiosas de desarrollar plenamente sus respectivas misiones y de colaborar por el bien de los ciudadanos.
Compartimos valores fundamentales: el respeto de la dignidad y de los derechos del ser humano, la familia, la solidaridad, la paz.
Constato personalmente, en mis visitas a las provincias de Italia, que esta colaboración está arraigada, y actúa con éxito, en la multiforme realidad de nuestro país. Se interesa, especialmente, por la formación de los jóvenes, de la asistencia a los necesitados.
Los obispos, el clero, están profundamente insertados en la vida de la sociedad italiana. El voluntariado, la solidaridad, son patrimonio común de laicos y católicos.
Santidad, Italia sabe que tiene profundas raíces cristianas, entrelazadas con las humanistas. Basta visitar sus ciudades, sus pueblos antiguos, admirar sus catedrales, su arte: desde Giotto a Dante Alighieri.
Las grandes órdenes religiosas, evocadas también por el nombre de Benito, han irradiado riqueza espiritual desde la península hasta el norte de Europa.
El patrimonio cristiano y humanista de la civilización italiana es un elemento unificador de la identidad europea.
Italia es uno de los países fundadores de la Unión Europea: el futuro de la nación italiana está estrechamente ligado a ella.
Este histórico proyecto unitario, que ha dado más de medio siglo de paz a los pueblos de la Unión, está viviendo hoy una prueba importante. El pueblo italiano la afronta con confianza, consciente de que la unidad de Europa no es una utopía, no es un accidente de la historia.
El vínculo entre Italia y la Santa Sede alimenta una creciente colaboración frente a los problemas del mundo.
La indiferencia ante las injusticias y las desigualdades ha contribuido y contribuye a desencadenar dolores y tragedias.
Estos fenómenos tremendos, así como las esperanzas que se abren al comienzo del siglo XXI, son una admonición constante: los pueblos no son ajenos el uno al otro; la riqueza para pocos alimenta el extremismo; no puede haber progreso auténtico si no se respetan los principios morales y los derechos de todos.
Hay valores y objetivos que todo el mundo comparte: la justicia; la paz; la educación; la dignidad de la mujer; la protección de la infancia; el progreso civil y económico.
El compromiso por la consolidación de un orden internacional anclado en el respeto de la persona y en la primacía del derecho requiere un diálogo intenso y constructivo entre las culturas y las religiones, para superar la desigualdades y los conflictos.
Necesitamos más que nunca a las Naciones Unidas. La reunión del próximo septiembre en Nueva York para verificar la puesta en práctica de la Declaración del Milenio será una ocasión solemne para reafirmar la convivencia entre todas las naciones.
La comunidad internacional está llamada a dar sustancia a una nueva cooperación entre países ricos y países pobres, contra la pobreza, contra el hambre y las epidemias.
El presidente Ciampi dialogando con Benedicto XVI 
en la Capilla Paolina

El presidente Ciampi dialogando con Benedicto XVI en la Capilla Paolina

La Santa Sede e Italia pueden contribuir, cada uno por su parte, a ampliar el espacio de la razón y del diálogo entre los pueblos.
Compartimos de modo especial la ambición de contribuir a resolver equitativamente el conflicto palestino-israelí; y devolverle al Mediterráneo su natural vocación de lugar de encuentro, de diálogo, de conciliación entre culturas y creencias distintas.
Santidad, sostenido por un sentimiento ético y religioso arraigado, convencido guardián de la Constitución de la República Italiana y de sus principios, confirmo el significado profundo que siento en su grata visita, deseándole con afecto y fervor que la luz de su intelecto y el calor de su corazón le acompañen en el feliz desarrollo de su apostolado de justicia y de paz entre todos los pueblos, de concordia entre todas las civilizaciones.


LA ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE

Señor presidente:
Tengo la alegría de devolverle, hoy, la visita cordialísima que usted, en su calidad de jefe del Estado italiano, quiso hacerme el pasado día 3 de mayo con ocasión del nuevo servicio pastoral al que el Señor me ha llamado. Por eso, deseo ante todo darle las gracias y, a través de usted, agradecer al pueblo italiano la cordial acogida que me ha reservado desde el primer día de mi servicio pastoral como Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Por mi parte, aseguro ante todo a los ciudadanos romanos, y también a toda la nación italiana, mi compromiso de trabajar con todas mis fuerzas por el bien religioso y civil de los que el Señor ha encomendado a mi solicitud pastoral.
El anuncio del Evangelio, que en comunión con los obispos italianos estoy llamado a realizar en Roma y en Italia, no sólo está al servicio del crecimiento del pueblo italiano en la fe y en la vida cristiana, sino también de su progreso por los caminos de la concordia y la paz. Cristo es el Salvador de todo el hombre, de su espíritu y de su cuerpo, de su destino espiritual y eterno, y de su vida temporal y terrena. Así, cuando su mensaje es acogido, la comunidad civil se hace también más responsable, más atenta a las exigencias del bien común y más solidaria con las personas pobres, abandonadas y marginadas.
Recorriendo la historia italiana, impresionan las innumerables obras de caridad que la Iglesia, con grandes sacrificios, ha puesto en marcha para aliviar todo tipo de sufrimientos. Por esta misma senda la Iglesia quiere proseguir hoy su camino, sin buscar el poder y sin pedir privilegios o posiciones de ventaja social o económica. El ejemplo de Jesucristo, que «pasó haciendo el bien y curando a todos» (Hch 10, 3), es para ella la norma suprema de conducta en medio de los pueblos.
Las relaciones entre la Iglesia y el Estado italiano se fundan en el principio enunciado por el concilio Vaticano II, según el cual «la comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres» (Gaudium et spes, 76). Este principio ya estaba presente en los Pactos Lateranenses, y después fue confirmado en los Acuerdos de modificación del Concordato.
Así pues, es legítima una sana laicidad del Estado, en virtud de la cual las realidades temporales se rigen según sus normas propias, pero sin excluir las referencias éticas que tienen su fundamento último en la religión. La autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que derivan de una visión integral del hombre y de su destino eterno.
Me complace asegurarle a usted, señor presidente, y a todo el pueblo italiano, que la Iglesia desea mantener y promover un espíritu cordial de colaboración y entendimiento al servicio del crecimiento espiritual y moral del país, al que está unida por vínculos particularísimos, que sería gravemente dañoso, no sólo para ella sino también para Italia, intentar debilitar y romper.
La cultura italiana está íntimamente impregnada de valores cristianos, como se aprecia en las espléndidas obras maestras que la nación ha producido en todos los campos del pensamiento y del arte. Mi deseo es que el pueblo italiano, no sólo no reniegue de la herencia cristiana que forma parte de su historia, sino que la conserve celosamente y haga que continúe produciendo frutos dignos de su pasado. Confío en que Italia, bajo la guía sabia y ejemplar de quienes están llamados a gobernarla, siga cumpliendo en el mundo la misión civilizadora por la que tanto se ha distinguido a lo largo de los siglos. En virtud de su historia y de su cultura, Italia puede dar una contribución valiosísima especialmente a Europa, ayudándola a redescubrir las raíces cristianas que le han permitido ser grande en el pasado y que aún hoy pueden favorecer la unidad profunda del continente.
Como usted, señor presidente, puede comprender bien, no pocas preocupaciones acompañan este inicio de mi servicio pastoral en la cátedra de Pedro. Entre ellas quisiera señalar algunas que, por su carácter universalmente humano, no pueden dejar de interesar también a quien tiene la responsabilidad de los asuntos públicos. Aludo al problema de la protección de la familia fundada en el matrimonio, tal como la reconoce también la Constitución italiana (art. 29), al problema de la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su fin natural y, por último, al problema de la educación y consiguientemente de la escuela, lugar indispensable para la formación de las nuevas generaciones.
La Iglesia, acostumbrada a escrutar la voluntad de Dios inscrita en la naturaleza misma de la criatura humana, ve en la familia un valor importantísimo que es preciso defender contra cualquier ataque encaminado a minar su solidez y a poner en tela de juicio su misma existencia.
El Papa y el presidente al final de la ceremonia;

El Papa y el presidente al final de la ceremonia;

Por otra parte, en la vida humana la Iglesia reconoce un bien primario, presupuesto de todos los demás bienes, y por eso pide que se respete tanto en su inicio como en su fin, aun destacando el deber de prestar adecuados cuidados paliativos que hagan que la muerte sea más humana.
Por lo que respecta a la escuela, su función se relaciona con la familia como expansión natural de la tarea formativa de esta. A este propósito, respetando la competencia del Estado para promulgar las normas generales sobre la instrucción, no puedo por menos que expresar el deseo de que se respete concretamente el derecho de los padres a una libre elección educativa, sin tener que soportar por eso el peso adicional de ulteriores gravámenes. Confío en que los legisladores italianos, con sabiduría, den a los problemas que acabo de recordar soluciones “humanas”, es decir, respetuosas con los valores inviolables que entrañan.
Por último, expresando el deseo de un progreso continuo de la nación por el camino del bienestar espiritual y material, me uno a usted, señor presidente, al exhortar a todos los ciudadanos y a todos los componentes de la sociedad a vivir y trabajar siempre con espíritu de auténtica concordia, en un marco de diálogo abierto y de confianza mutua, en el empeño de servir y promover el bien común y la dignidad de todas las personas.
Señor presidente, deseo concluir recordando la estima y el afecto que el pueblo italiano siente por su persona, así como la plena confianza que tiene en el cumplimiento de los deberes que su altísimo cargo le impone. Tengo la alegría de unirme a esta estima afectuosa y a esta confianza, a la vez que los encomiendo a usted y a su esposa, la señora Franca, así como a los responsables de la vida de la nación y a todo el pueblo italiano, a la protección de la Virgen María, tan intensamente venerada en los innumerables santuarios dedicados a ella. Con estos sentimientos, invoco sobre todos la bendición de Dios, portadora de todo bien deseado.


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