HISTORIA DE LA IGLESIA
Sacado del n. 10 - 2005

Nomen omen


Breve reseña de los primeros nueve papas que llevaron el nombre de Benedicto. Desde Benedicto I (575-579), que lo tomó pocos años después de la muerte del santo de Nursia, a Benedicto IX. Todos fueron romanos


por Lorenzo Cappelletti


Una breve reseña de los papas que se llamaron Benedicto debe a la fuerza reunirlos según un criterio. El cronológico nos parece el más objetivo. Por tanto comenzaremos, con este artículo, desde los más antiguos de la serie, los primeros nueve o diez papas y antipapas (veremos luego la razón de esta incertidumbre sobre número y especie), que reinaron entre los siglos VI y XI, es decir, durante la Alta Edad Media. Seguiremos con los que reinaron al comienzo de la época moderna, y acabaremos con los dos pontífices del siglo XVIII que se llamaron Benedicto. Para Benedicto XV reservamos un capítulo especial. Aunque breve, la reseña resulta fascinante porque nos introduce en una historia, la de la Iglesia, que de la historia es paradigma. Y como efectivamente está guiada por el Señor, según su promesa, seguir la obra de él es de lo más fascinante e instructivo.
La nave central de la Catedral de Siena con los bustos en alto relieve de los sumos pontífices. 
De aquí están sacados los bustos de los papas de nombre Benedicto presentados en estas páginas

La nave central de la Catedral de Siena con los bustos en alto relieve de los sumos pontífices. De aquí están sacados los bustos de los papas de nombre Benedicto presentados en estas páginas

Pero, precisamente por esto no hay que pensar que es un nombre lo que establece una continuidad de orientación y de guía. Si se aplicara este criterio se llegaría a resultados no históricos, sino cabalísticos. Y, sin embargo, algo nos dice el nombre Benedicto si lo sometemos a un mero cotejo histórico. En primer lugar porque, al no aparecer antes del último cuarto del siglo VI, cuando fue usado por primera vez en el 575, resulta evidente que se tomó en relación a san Benito de Nursia, muerto en torno al 547. Y además, porque puede comprobarse que antes de la “época nueva”, es decir, de la primera edad moderna, está ligado exclusivamente a representantes del clero romano, por lo demás leales, generalmente, a los emperadores; y a menudo hombres de valor, aunque el único de los papas que llevan este nombre que tiene la calificación de santo sea el segundo Benedicto, si excluimos al beato Benedicto XI (1303-1304), que se sitúa justamente al principio de la primera edad moderna como inmediato sucesor del papa Bonifacio VIII.

Del primer papa Benedicto (575-579) el Liber Pontificalis (la fuente más importante en orden a la biografía de los papas de la antigüedad y de la primera Edad Media, editada a finales del siglo XIX por Louis Duchesne, el gran estudioso francés acusado en su época de modernismo) recuerda que fue «natione romanus» y que vivió y murió en medio de las convulsiones que llevaron a Italia las correrías de los bárbaros en el siglo VI, las mismas que conoció san Benito primero durante su vida, por obra de los godos, y luego post-mortem, cuando Montecassino fue depredado precisamente durante los años de pontificado de Benedicto I por los longobardos de Zotón (y luego más veces, hasta años cercanos a nosotros del siglo XX, como es sabido).
El segundo Benedicto reina, más de un siglo después del primero, por poco tiempo, ni siquiera un año (desde junio del 684 a mayo del 685), y es más el tiempo que, tras su elección, pasa esperando que Bizancio lo confirme (desde el 3 de julio del 683 al 26 de junio del 684) que el tiempo de su reinado efectivo. Precisamente por esto pidió y obtuvo del emperador bizantino, con quien por lo demás mantuvo muy buenas relaciones, que la elección del papa fuera confirmada por el exarca de Rávena, el plenipotenciario bizantino en Italia.

Benedicto II no sólo fue «natione romanus», sino que, según el Liber Pontificalis, hizo toda su carrera dentro del clero romano, desde “monaguillo”: la carrera regular que, como escribe Fr. Baix en el Dictionnaire d’Histoire et de Géographie ecclésiastique (DHGE VIII, col. 10), «era para el clero romano el ideal jurídico». Recorriendo este camino se hizo santo.
Con él comienza «el difícil diálogo, que duró más de un milenio, entre los pontífices romanos y las Iglesias nacionales» (Dizionario storico del papato, dir. Ph. Levillain, I, p. 155). Para los que como nosotros hemos nacido abundantemente después del fin del régimen de cristiandad, en el que la Iglesia coincidía con la nación y estaba sometida al soberano (esto se entiende con la categoría historiográfica de “Iglesias nacionales”), no es fácil comprender lo problemático y lleno de insidias que fue aquel diálogo. Quizás es por esto por lo que algunos sueñan con esa época.
La noticia biográfica que el Liber Pontificalis le dedica a Benedicto III (855-858) es muy amplia, refiriendo toda su contrastada subida al trono. Escribe Louis Duchesne, citando dicha noticia: «Se enfrentaban dos partidos; el partido del papa difunto, contrario al agravarse del protectorado, y el partido imperial. Este último tenía por candidato a Anastasio» (I primi tempi dello Stato pontificio, p. 100). El bibliotecario Anastasio fue un personaje discutible e influyente en los decenios anteriores y aún más en los posteriores al pontificado de Benedicto III. León IV había excomulgado en su momento a Anastasio porque aspiraba demasiado al pontificado. Ahora, en virtud de su bagaje intelectual y sobre todo del respaldo del emperador carolingio Ludovico II, consiguió instalarse en Letrán por unos días, a pesar de que Benedicto ya había sido elegido canónicamente, aunque aún no había sido consagrado. Al final ganó Benedicto porque, por una parte, el clero y el pueblo romano reunido en Santa María la Mayor lo eligió de nuevo, y por la otra, esto sucedió con el beneplácito del emperador. Las victorias aplastantes, más allá de las apariencias, no siempre son victorias. Lo son las victorias que nacen de compromisos permitidos por circunstancias favorables, que además no aplastan a nadie. Es interesante lo que escribe Fr. Baix comentando la noticia del Liber pontificalis: «Todos, amigos y enemigos, y los enemigos con más celo que los amigos, se precipitaron a los pies de Benedicto tocados por la oportunidad de la gracia» (DHGE VIII, col. 16). Benedicto, luego, trató con magnanimidad a Anastasio.
También el patriarca de Constantinopla Fozio habló de manera halagadora de nuestro Benedicto III y el motivo es que este Papa, siguiendo a su predecesor León IV, mantuvo en Roma el uso de rezar el Credo en griego en su antigua versión. Escribe Fozio en su Liber de Spiritus Sancti mystagogia: «Esto lo hacía no sólo León IV durante su pontificado, sino también el ínclito Benedicto, apacible y manso, ilustre en la práctica ascética, sucesor de aquél en la sede pontificia» (Patrologia Graeca 102, col. 377). Como sabemos también por otras fuentes, estos dos papas colocaron en lugares bien visibles de las Basílicas de San Pedro y de San Pablo los antiguos escudos de plata en los que estaba esculpido el Credo en sus versiones griega y latina. Vittorio Peri ha tratado ampliamente y con maestría este tema en su libro Da Oriente e da Occidente. Le Chiese cristiane dall’Imperio romano all’Europa moderna.

En el siglo X los papas con el nombre de Benedicto son cuatro, sus reinados fueron atormentados, como lo fue ese siglo chirriante, si bien a veces se enfatizan demasiado sus crueldades. Los cuatro fueron romanos. Benedicto IV (900-903) reinó durante los años de la lucha entre formosianos y antiformosianos, es decir, entre los que consideraban que no se podían invalidar los actos, en especial las ordenaciones in sacris, del papa Formoso y los que habrían querido borrar incluso el recuerdo de ese Papa. Pero a nadie, ni siquiera al papa, le está permitido disponer a su antojo de los sacramentos. Por muy negativo que fuera el juicio sobre el predecesor, ¿cómo podían cancelarse ordenaciones sacerdotales y episcopales válidas? Benedicto era en este sentido formosiano. Su epitafio alaba su generosidad y bondad: «ayudaba a las viudas abandonadas y a los niños pobres como si fueran sus hijos».
Benedicto V, tras apenas dos meses de reinado (mayo-junio 964), precisamente por ser romano y haber sido elegido por los romanos en total, aunque imposible, autonomía, fue depuesto a finales de junio en un Sínodo celebrado en Letrán y presidido por el papa León VIII de acuerdo con el emperador Otón I. El emperador sajón pretendía, en efecto, el antiguo derecho imperial sobre la elección pontificia que había sido de los carolingios y antes de los emperadores bizantinos y que ya había ejercido el año anterior mandando elegir a León, tras haber destituido a Juan XII. Así, a finales del 964, Otón llevó Benedicto a territorio alemán. Aunque ya no era papa fue recibido con gran respeto en Hamburgo –no hay que pensar que se repitieran siempre situaciones de grand-guignol, sólo porque estamos en la Alta Edad Media– donde vivió ejemplarmente; por lo que se volvió a pensar en él como posible sucesor de su competidor León, cuando este murió en el 965.
En el caso de León VIII y Benedicto V se lee, no en una publicación cualquiera, sino en el Anuario pontificio, que «hacia mediados del siglo XI se llevaban a cabo elecciones sobre las cuales, por razón de las dificultades de armonizar los criterios históricos y los teológico-canónicos, no se consigue decidir perentoriamente en qué parte está la legitimidad, que, existiendo in facto, asegura le legítima continuación ininterrumpida de los sucesores de san Pedro» (pág, 12*, nota 19). Y por tanto, «si León VIII fue papa legítimo […], Benedicto V es antipapa» (pág. 13*, nota 20). Notas muy interesantes, capaces de disuadir cualquier indebida curiositas típica normalmente de improvisados cultivadores del género histórico, que pretenden saber más que el diablo sobre la historia de los papas. Lo que vale para la sucesión apostólica es la sucesión in facto. A lo demás no hay que darle nunca énfasis. Como hacen los susodichos, oscureciendo y mistificando más o menos conscientemente lo esencial.
A pocos años de distancia de Benedicto V, subió al trono de Pedro el también romano Benedicto VI (972-974) gracias a un acuerdo con el emperador Otón I, pero, al morir éste, fue encarcelado y luego estrangulado en el Castillo del Ángel. En el momento de transición entre Otón I y Otón II nuevos poderes locales, representados por los Crescenzi, seguramente apoyados por Bizancio, intentaban reconquistar Roma y el papado. Benedicto VI «fue sustituido por un papa “nacional”», escribe Duchesne (I primi tempi dello Stato pon­tificio, p. 150), «el diácono Francón, hijo de Ferruccio», romano, pero no por esto parte de los ciudadanos de Dios presentes en aquel momento en Roma. San Agustín docet.
Reinados breves de uno, dos o tres años como mucho, para los primeros seis Benedicto. Si esto de por sí no dice nada, porque a menudo en la Edad Media hallamos pontificados breves, es significativo, sin embargo, que el primer Benedicto cuyo pontificado tuvo una duración considerable fuera Benedicto VII. Su pontificado estuvo marcado por una estrecha y confiada colaboración con el emperador Otón II, cuyo reinado coincide exactamente con el pontificado de Benedicto VII (973-983). Es interesante que durante su pontificado Benedicto VII favoreciera en la colina Aventino la formación de una realidad monástica dedicada a los santos Bonifacio y Alejo, formada por monjes benedictinos y basilianos, es decir, latinos y griegos, lo que testimonia que aún a finales del siglo X, en Roma, el Occidente cristiano no era ajeno al Oriente. Además, ahí morirá, después de haber vestido el hábito monástico («ut tandem scelerum veniam mereatur habere» se lee en su epitafio), el Crescenzio que había sido el cabecilla de la insurrección “nacional” entre los años setenta y ochenta. La ciudadanía de Dios se puede reconquistar siempre.

Con Benedicto VIII (1012-1024) se pasa el fatídico umbral del año mil, a caballo del cual había reinado la figura, en ciertos aspectos inquietante, de Silvestre II. Benedicto VIII, aunque era también de la “provincia” romana (de los mal afamados, no siempre con razón, Condes de Túsculo), no estuvo dominado por intereses particulares y estableció una relación de paz y colaboración con la autoridad imperial, que por su parte fue capaz de no imponer razones partidistas. Tuvo, pues, un pontificado aún más duradero (1012-1024) del anterior Benedicto y, coincidencia también en su caso significativa, el reinado del emperador Enrique II, con quien el Papa había colaborado fructuosamente por la reforma de la Iglesia, acabó el mismo año 1024, pocos meses después de la muerte del Papa. Benedicto, casi para consolidar la reforma a nivel temporal, había buscado la alianza militar con el emperador, para someter el sur de Italia. Pero en ese caso sus proyectos, como sucederá posteriormente también a otros santos papas, no tuvieron éxito. ¿Una señal?
Llegamos así a Benedicto IX, cuya historia es la más compleja de todos los primeros Benedicto. Efectivamente, según el Anuario pontificio, Benedicto IX fue papa tres veces. Veamos porqué.
Se llamaba también Teofilacto y era miembro de la familia de los Condes de Túsculo igual que su tío Benedicto VIII. Fue elegido en 1032. Era muy joven pero probablemente no era un niñato, como pretenden esas fuentes que lo describen como una marioneta escandalosa. Si bien su elección tuvo en cuenta también su parentesco con una familia poderosa y que no fuera antipático al emperador (hecho, por lo demás, que sucedía a menudo, por no decir siempre, en la historia del pontificado y que en sí mismo no debe causar asombro), «supo guiar con mano hábil la Iglesia durante los [¡primeros!] doce años de su pontificado». Fue además capaz de ocuparse del territorio al sur de Roma de manera más eficaz que sus predecesores, tanto es así que favoreció «el monasterio de Montecassino, restableciendo su independencia», y «estableció las bases para una amplia reorganización eclesiástica». Mantuvo «los contactos con los círculos reformadores» y adquirió «gran prestigio en Francia, donde trabajó por la paz, extendiendo la llamada tregua Dei, es decir, la suspensión durante ciertos periodos del año de toda actividad bélica, que había sido una de las iniciativas de Cluny más clarividentes. (Todas las citas están sacadas del Dizionario storico del papato antes citado, I, pp. 159-160, pero cualquier texto que considere con atención el conjunto de las fuentes no puede por menos que escribir lo mismo).
Pero en un momento determinado, es mejor repetirlo, después de doce años de pontificado, Benedicto IX se vio obligado a huir de la Urbe en septiembre de 1044, por una sublevación probablemente inducida. En efecto, el reconocimiento de las prerrogativas patriarcales a Grado (Venecia) contra la voluntad del emperador parece que le enajenó la simpatía de éste. Los romanos, o por lo menos esa parte de romanos que le hizo huir, eligieron (todavía la elección no estaba circunscrita, porque no existía en cuanto tal, el Colegio cardenalicio), con el nombre de Silvestre III, a un tal Juan obispo de Sabina. Pero Benedicto logró reconquistar Roma entrando en la ciudad manu militari en marzo de 1045. Sin embargo, poco después decidió ceder el pontificado, con una verdadera carta de cesión y tras recibir una indemnización, a Giovanni de’ Graziani que tomó el nombre de Gregorio VI. La situación estaba enredada. En diciembre, en la localidad de Sutri, un sínodo presidido por el emperador destituyó a Benedicto IX, Silvestre III y Gregorio VI, si bien sus títulos de legitimación no tuvieran el mismo valor (todas las fuentes y también el Anuario pontificio consideran a Silvestre como un intruso). En su lugar fue elegido el que está considerado como el primer papa alemán, aunque en absoluto no lo es: Clemente II.
A pesar de todo esto, Benedicto IX, Silvestre III y Gregorio VI, cuyas fechas de pontificado se entrecruzan en vez de seguirse, aparecen tranquilamente en la lista de los papas, y Benedicto IX tres veces, porque después de la muerte de Clemente II, el 9 de octubre de 1047, sus partidarios le ayudaron por segunda vez a tomar posesión de Roma. Y fue necesario otro papa alemán, Dámaso II, y luego otro más san León IX, para que Benedicto aceptara por fin retirarse al monasterio de Grottaferrata, donde murió entre 1055 y 1056.
Queda por decir algo de Benedicto X. También él romano, quizá sobrino de Benedicto IX, y elegido por los romanos, reinó de hecho entre abril y diciembre de 1058. Pero oficialmente resulta entre los antipapas por el juicio solemne de destitución que pronunció sobre él su sucesor Nicolás II en 1060. Benedicto X, sin embargo, tuvo una importante función mayéutica, porque su pontificado determinó la decisión, que luego será definitiva, de reservar la elección pontifical a los cardenales: «Su pontificado […] ofreció la ocasión para el decreto sobre la elección pontificia de 1059, mediante el cual el grupo de los reformadores se aseguró un influjo decisivo sobre la elección misma y se preocupó sobre todo de decretar legítima la elección de Nicolás II, llevada a cabo de un modo que difícilmente podía considerarse canónica según las reglas que estaban en uso anteriormente» (Dizionario storico del papato I, 161).
Casi como si fuera una indemnización póstuma, el ordinal de los papas Benedicto tiene en cuenta a Benedicto X. Efectivamente el papa que después de dos siglos y medio volvería a tomar este nombre es recordado por todos como Benedicto XI, el beato Benedicto XI, de quien hablaremos en el próximo capítulo.


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