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LA HISTORIA DE JOSEPH...
Sacado del n. 03 - 2006

Tradición y libertad: las clases del joven Joseph


Los primeros años de docencia del profesor Ratzinger en el recuerdo de sus alumnos. «La sala estaba siempre abarrotada. Los estudiantes lo adoraban. Tenía un lenguaje hermoso y sencillo. El lenguaje de un creyente»


por Gianni Valente


Joseph Ratzinger en una foto 
de 1961, mientras prepara 
la clase en la biblioteca 
del seminario de Bonn

Joseph Ratzinger en una foto de 1961, mientras prepara la clase en la biblioteca del seminario de Bonn

«Era el comienzo del semestre invernal de 1959-60. En el aula 11 de la Universidad, abarrotada de estudiantes, se abrió la puerta y entró un joven sacerdote, que a simple vista podía ser el segundo o el tercer vicario de alguna gran parroquia de ciudad. Era nuestro ordinario de Teología Fundamental, y tenía 32 años». Esto escribía el entonces estudiante Horst Ferdinand, fallecido hace dos años tras una vida transcurrida entre las oficinas administrativas del Parlamento federal y las sedes diplomáticas alemanas, en su inédito manuscrito de memorias a propósito del tímido comienzo de la carrera universitaria de Joseph Ratzinger. Una aventura que había comenzado algunos meses atrás, que también describe el profesor que luego fue Papa en su autobiografía como un comienzo vibrante de hermosas promesas: «El 15 de abril de 1959 comencé mis clases, ya como profesor ordinario de Teología Fundamental en la Universidad de Bonn, frente a un vasto auditorio que acogió con entusiasmo el acento nuevo que creía percibir en mí».
Bonn, en aquellos años, es la capital casi por casualidad de la Alemania de Adenauer. En el país amputado, que ha dejado sus Länder orientales al otro lado de la cortina de hierro, el renacimiento económico y civil transcurre a un ritmo vertiginoso. En las elecciones del 57 el Partido Cristiano-demócrata había superado el umbral de la mayoría absoluta de los votos. Tras la pesadilla nazi, la Iglesia alemana ofrece con legítimo orgullo su aportación esencial al nuevo comienzo de la nación. En un clima que podría llevar al triunfalismo, el joven sacerdote-profesor Ratzinger acaba de recoger en un artículo escrito en el 58 para la revista Hochland las reflexiones sugeridas por sus breves aunque intensas experiencias pastorales vividas algunos años antes como capellán en la parroquia de la Preciosísima Sangre en Bogenhausen, el barrio de la alta burguesía de Múnich. Define un «engaño» estadístico el cliché que describe a Europa como «un continente casi totalmente cristiano». La Iglesia de la modernidad posbélica es para él una «Iglesia de paganos. Ya no, como antes, Iglesia de paganos convertidos al cristianismo, sino Iglesia de paganos que se siguen llamando cristianos y que en realidad se han hecho paganos». Habla de un nuevo paganismo «que crece sin parar en el corazón de la Iglesia y amenaza con derruirla desde dentro».
Bonn es una pequeña ciudad que todavía está curando sus heridas de guerra, pero el joven y brillante profesor bávaro procede del mundo protegido y familiar del Domberg, la altura de Freising sobre la que surgen uno al lado del otro la Catedral, el seminario donde se formó y la Escuela de Altos Estudios Teológicos donde impartió como profesor sus primeros cursos de Teología Dogmática y Fundamental desde 1958. Y la capital del Rin adonde ha sido llamado para enseñar se le aparece como una metrópolis vibrante y abierta. Sigue escribiendo en su autobiografía: «De todas partes me venían estímulos, y más todavía por la proximidad con Bélgica y Holanda, y porque tradicionalmente la Renania ha sido una puerta abierta hacia Francia». Para él es «casi un sueño» haber sido llamado a la cátedra que también persiguió en vano su maestro Gottlieb Sohngen. Pero la gratificación mayor es la acogida que le reservan sus estudiantes.

Un profesor especial
En la autobiografía, Ratzinger describe los primeros meses de enseñanza en Bonn como «una fiesta de primer amor». Todos sus alumnos de entonces recuerdan muy bien cómo se corría la voz que hacía que se abarrotaran las clases de aquel enfant prodige teólogo. Cuenta el estudioso de judaísmo Peter Kuhn, que será luego asistente del profesor Ratzinger en los años de docencia en Tubinga y Ratisbona: «Yo entonces era un veinteañero luterano. Asistía a la Facultad teológica evangélica, después de haber seguido en Basilea las clases de Karl Barth. Conocí al bávaro Vinzenz Pfnür, que había seguido a Ratzinger ya desde Freising. Él me dijo: tenemos un profesor interesante, vale la pena escucharlo. En el primer seminario pensé enseguida: este hombre no es como los otros profesores católicos que conozco». Sigue escribiendo Horst Ferdinand en su manuscrito: «Las clases las preparaba en todos sus detalles. Las daba parafraseando el texto que había preparado con formulaciones que a veces parecían construirse como un mosaico, con una riqueza de imágenes que me recordaba a Romano Guardini. En algunas clases, como en las pausas de un concierto, se hubiera podido oír el vuelo de una mosca». Añade el redentorista Viktor Hahn, que será el primer alumno que se “doctorará” con Ratzinger: «La sala estaba siempre abarrotada, los estudiantes lo adoraban. Tenía un lenguaje hermoso y sencillo. El lenguaje de un creyente».
¿Qué apasiona tanto a los estudiantes, en aquellas clases dadas en tono llano, concentrado, sin gestualidad teatral? Es evidente que lo que el joven profesor dice no es harina de su costal. Que no es él el protagonista. «Nunca he tratado», explica el propio Ratzinger en el libro-entrevista La sal de la tierra, «de crear un sistema mío, una teología especial mía. Si se quiere encontrar en ello algo específico, se trata sencillamente de que me propongo pensar junto con la fe de la Iglesia, y eso significa pensar sobre todo con los grandes pensadores de la fe».
Los caminos sugeridos por Ratzinger a los estudiantes para saborear el ajetreado descubrimiento de la Tradición son los mismos que le apasionaron a él en sus estudios universitarios: la historicidad de la Revelación, san Agustín, la naturaleza sacramental de la Iglesia. No hay más que leer los títulos de sus cursos y seminarios en los primeros años de docencia. En el semestre invernal de 1959-60 el curso está dedicado a “Naturaleza y realidad de la Revelación”. El semestre siguiente, el título del curso es “La doctrina de la Iglesia”. El semestre de verano de 1961 le tocará a “Problemas filosófico-religiosos en las Confesiones de san Agustín”…
Si existe un rasgo distintivo de las clases de Ratzinger, no tiene ni siquiera que ver con el alarde de erudición académica. El lenguaje tiene una sencillez límpida, que deja ver inmediatamente el corazón de las cuestiones tratadas, incluidas las más complejas. Dice Roman Angulanza, uno de los primeros estudiantes de la época de Bonn: «Era como si hubiera reformulado el modo de dar clase. Le leía las clases en la cocina a su hermana Maria, que era una persona inteligente pero que no había estudiado teología. Y si la hermana manifestaba su agrado, era para él señal de que la clase iba bien». Añade el profesor Alfred Läpple, de noventa y dos años, que fue prefecto de Ratzinger en el seminario de Freising: «Joseph decía siempre: cuando das clase lo mejor es cuando los estudiantes dejan a un lado la pluma y se ponen a escucharte. Cuando toman apuntes de lo que estás diciendo es que no les ha entusiasmado. Pero cuando dejan la pluma y te miran mientras hablas, quiere decir que quizá has tocado su corazón. Él quería hablar al corazón de los estudiantes. No le interesaba solo ampliar sus conocimientos. Decía que las cosas importantes del cristianismo se aprenden sólo si calientan el corazón».
Precisamente del gusto de redescubrir la Tradición leyendo a los Padres brota en el joven profesor una apertura total y dúctil frente a las preguntas y los fermentos que hacen vibrante el pensamiento teológico de aquellos años. En Bonn sigue habiendo profesores ancianos que se formaron según los cánones del antimodernismo más estricto, que se limitan a proponer esquematismos de la teología neoescolástica para evitarse problemas con Roma. Él no parece estar condicionado por intimidaciones y conformismos académicos. Cuenta Hahn: «Me asombró cuando una vez en clase se valió del pretexto de un fragmento del Antiguo Testamento para comparar la imagen de la Iglesia que circulaba en aquellos años con el imperio de los medas y los persas, que creían que durarían para siempre por la inmutabilidad estática de sus leyes. Añadió con ímpetu que había que defenderse de aquella imagen de Iglesia». Confirma Peter Kuhn: «Los otros profesores, comparados con él, eran rígidos y anquilosados, encerrados en sus esquemas, sobre todo hacia nosotros, los evangélicos. Él afrontaba todas las cuestiones sin temor. No tenía miedo de salir al mar abierto, mientras que los demás profesores nunca se salían del carril de la fiel autocelebración».
La libertad y la apertura resaltan en su relación con el mundo protestante. Varios estudiantes de la Facultad teológica evangélica –cosa completamente fuera de lo común en aquellos años– acuden a las clases del joven profesor católico, que en el semestre de verano de 1961 da el seminario fundamental sobre el tema “Iglesia, sacramento y fe en la Confessio augustana” y en el semestre invernal del 62-63 dedica su curso nada menos que al Tractatus de potestate papae de Felipe Melanchton. Al estudiante de entonces Vinzenz Pfnür, el que había seguido a Ratzinger de Freising a Bonn, le asignó una tesis sobre la doctrina de la justificación en Lutero. Y varios años después, como profesor de Historia de la Iglesia, dará su aportación al acuerdo católico-luterano sobre la justificación firmado en Augusta el 31 de octubre de 1999. Cuenta a 30Días: «En el 61 Ratzinger escribió para el Lexicon protestante Die Religion in Geschichte und Gegenwart un artículo sobre el protestantismo en la perspectiva católica. Entonces era insólito que a un católico se le pidiera que escribiera para aquella publicación. Ratzinger en aquel artículo recogía los elementos de enfrentamiento con la teología dialéctica y existencialista entonces dominante en campo protestante. Pero subrayaba que pese a la distancia de los dos “sistemas”, había cercanía en lo que se transmitía a los fieles como patrimonio de la Iglesia tanto por parte católica como por parte protestante, por ejemplo en la oración».

Arriba, la Rheinische Friedrich-Wilhelms Universität de Bonn; abajo, la Westfälische Wilhelms Universität de Münster

Arriba, la Rheinische Friedrich-Wilhelms Universität de Bonn; abajo, la Westfälische Wilhelms Universität de Münster

Ratzinger y Schlier se hicieron amigos
La libertad fuera de esquemas del joven profesor bávaro sale a flote también en su afinidad electiva con figuras consideradas de frontera por el establishment teológico de entonces. En Bonn Ratzinger conoce y entabla amistad con Heinrich Schlier, el gran exegeta luterano que se convirtió al cristianismo en 1953. Explica Pfnür: «Schlier como alumno de Rudolf Bultmann era un maestro del método exegético histórico-filológico. Con respecto a la pregunta sobre el Jesús “histórico”, para Schlier era posible reconstruir rasgos decisivos de las vivencias de Jesús, pero el Jesús de la fe no es accesible a través de la reconstrucción del historiador, sino sólo a través de los cuatro Evangelios, como únicas interpretaciones legítimas. Pero el existencialismo teológico de Bultmann corría el riesgo de reducir la Resurrección a fenómeno interior, mental y psicológico vivido por los discípulos en lo íntimo de su visión de fe. Mientras que para Schlier los Evangelios, tal como los lee e interpreta la Iglesia, describían acontecimientos reales, y no visiones interiores producidas por el sentimiento religioso de los apóstoles. Sobre esta percepción compartida Ratzinger y Schlier se hicieron amigos». Un enfoque que asume y valora con discernimiento crítico también rasgos importantes de la lección bultmaniana sobre el modo de acercarse a las Sagradas Escrituras, sin rechazos apriorísticos. Entre finales de los sesenta y comienzos de los setenta los dos profesores animarán juntos las semanas de estudio para jóvenes teólogos organizadas en Bierbronnen, en la Selva Negra. Schlier será también huésped de los encuentros teológicos periódicos del círculo de los estudiantes doctorandos de Ratzinger, inaugurados de manera sistemática a partir del periodo de docencia en Tubinga. Pero en los años de Bonn, la simpatía de Ratzinger por el gran exégeta no parece ser compartida por el resto del cuerpo docente. Tras su conversión al catolicismo, que le cierra las puertas de la docencia en la Facultad evangélica, Schlier no encuentra sitio en la Facultad de Teología católica, y termina “confinado” en la de Filosofía, enseñando Literatura cristiana antigua. Acuden a escucharlo estudiantes de toda Alemania, de Holanda, de Bélgica. «Pero algunos profesores», recuerda Peter Kuhn, «eran hostiles. Y, por supuesto, sentían envidia por la vastedad de su horizonte humano e intelectual».
Otra amistad “de frontera” que marca los años de Ratzinger en Bonn es la que mantiene con el indólogo Paul Hacker, cuya genialidad queda remarcada también en la autobiografía ratzingeriana. De procedencia luterana, también Hacker se hará católico, en un recorrido repleto de «noches enteras» pasadas «dialogando con los Padres o con Lutero, ante una o varias botellas de vino tinto». Ratzinger se vale de la vastísima preparación de Hacker sobre el hinduismo cuando ha de enfocar las clases de historia de las religiones que forman parte del curso de Teología Fundamental. Precisamente sobre el hinduismo, en aquellos años, se concentran los intereses de Ratzinger hacia el mundo de las religiones. «Algunos estudiantes», recuerda Kuhn, «se quejaban de ello, bromeando. Decían: Ratzinger se ha metido completamente en el hinduismo, nos habla solo de Bhakti y de Krishna, estamos hasta la coronilla…». Pero por aquellos años se produce el primer encuentro significativo de Ratzinger con una personalidad del mundo judío: el erudito Charles Horowitz, que daba seminarios en la Facultad teológica evangélica.

«Joseph decía siempre: cuando das clase lo mejor es cuando los estudiantes dejan a un lado la pluma y se ponen a escucharte. Cuando toman apuntes de lo que estás diciendo es que no les ha entusiasmado. Pero cuando dejan la pluma y te miran mientras hablas, quiere decir que quizá has tocado su corazón. Él quería hablar al corazón de los estudiantes. No le interesaba solo ampliar sus conocimientos. Decía que las cosas importantes del cristianismo se aprenden sólo si calientan el corazón» (Alfred Läpple)
Los años del Concilio
En aquellos años, en la Facultad de Teología de la capital alemana muchas cátedras están ocupadas por profesores de prestigio. Está el gran historiador de la Iglesia, Hubert Jedin, que según algunos estudiantes de entonces fue el patrocinador de la llamada de Ratzinger a Roma. Está el historiador de los dogmas, Theodor Klauser, la estrella de la Facultad, siempre elegante, que se pasea por la ciudad con su Mercedes flamante (Ratzinger usa el transporte público o va andando, se le reconoce de lejos por su inseparable boina, que él mismo llama con ironía «mi yelmo de la prontitud»); está el otro dogmático bávaro, Johann Auer, con quien Ratzinger se encontrará de nuevo como colega en los años de docencia en Ratisbona. Alrededor del profesor comienza a formarse también un pequeño cenáculo de estudiantes: Pfnür, Angulanza y otros pocos. El domingo, Ratzinger los invita a comer a su villa de la Wurzerstrasse de Bad Godesberg, adonde se ha mudado después de dejar su primer alojamiento en el internado teológico Albertinum. Con él vive su hermana Maria, que es también muy buena cocinera. A veces también participa Auer en estas reuniones bávaras.
En Bonn Ratzinger enrola también a su primer asistente: Werner Böckenförde, que falleció hace dos años. Un munsteriano de fuerte personalidad que a veces da la impresión de querer “dirigir” a su profesor. Explica Angulanza: «Böckenförde estimaba a Ratzinger como teólogo, pero le interesaban más los procesos y los hechos de tipo político-eclesiástico, que consideraba de manera muy crítica. La relación entre ambos era formalmente correcta, pero no familiar».
La atmósfera dinámica y serena en la que se desarrolla el trabajo en Bonn, sin embargo, terminará yéndose a pique. Los cientos de estudiantes que abarrotan las clases del profesor treintañero provocan envidas en los viejos profesores como Johannes Botterweck (Antiguo Testamento) y Theodor Schäfer (Nuevo Testamento). Sigue recordando Angulanza: «No sabría dar una opinión de Schäfer, porque nunca asistí a sus áridas clases, en las que se limitaba a citar fielmente su Compendio a la introducción del Nuevo Testamento. Botterweck era considerado por los estudiantes una persona muy creída, presuntuosa y polémica». Las envidias académicas crecen cuando Juan XXIII convoca el Concilio Vaticano II y el cardenal de Colonia, Joseph Frings, tras escuchar una conferencia del joven docente bávaro sobre la teología del Concilio lo elige como asesor personal teológico en vista de la participación en las reuniones conciliares. Frings y su secretario Hubert Luthe –futuro obispo de Essen y compañero de estudios de Ratzinger en la Universidad de Múnich– envían a su colaborador los schemata de los documentos preparados por la Comisión preparatoria para que dé su opinión. Ratzinger, según lo que cuenta él mismo en su autobiografía, saca de ellos «una impresión de rigidez y escasa apertura, una excesiva dependencia de la teología neoescolástica, un pensamiento demasiado erudito y poco pastoral». Es Ratzinger quien escribe la famosa conferencia leída por Frings en Génova el 19 de noviembre de 1961 sobre “El Concilio Vaticano II ante el pensamiento moderno”, que resume las expectativas de reforma provocadas por la inminente asamblea eclesial en buena parte de los episcopados europeos. Cuando comienza el Concilio, Frings se lleva a Roma a su asesor, consigue que le nombren oficialmente teólogo del Concilio. Ratzinger lo ayudará en la redacción de las intervenciones que representan las razones del ala reformista de la asamblea conciliar, por lo que aquél se convertirá en uno de los protagonistas del Concilio “entre bastidores”. Pero en Bonn la valoración del talento teológico del joven de treinta y cinco años no les gusta a todos. El ambiente se enrarece.
Joseph Ratzinger, perito en el Concilio ecuménico Vaticano II, en una foto del otoño de 1964

Joseph Ratzinger, perito en el Concilio ecuménico Vaticano II, en una foto del otoño de 1964


Invidia clericorum
Del círculo de los doctorandos de Ratzinger forman parte dos estudiantes ortodoxos, Damaskinos Pandréou y Stylianos Harkianakis, hoy metropolitanos del Patriarcado ecuménico de Constantinopla. Pero el Consejo de Facultad rechaza la petición de ambos de doctorarse en la Facultad católica. Durante una de las idas de Ratzinger a Roma por el Concilio, sus detractores bajan las notas de las pruebas de algunos alumnos suyos. También la tesis del estudiante Johannes Dörmann sobre las nuevas adquisiciones sobre el evolucionismo introducidas por los estudios de Johann Jacob Bachofen (el primero en teorizar la existencia de un matriarcado originario primitivo) es rechazada con el argumento de que no se trata de un trabajo teológico. Ratzinger recuerda el drama vivido por él en su examen de habilitación a la enseñanza, cuando el profesor de Teología dogmática, Michael Schmaus, había intentado suspender su tesis sobre san Buenaventura, tachándola de modernismo. Es entonces cuando entiende que ha llegado la hora de largarse.
En 1962 queda libre la cátedra de Teología dogmática en la prestigiosa Universidad de Münster: el gran teólogo dogmático Hermann Volk, nombrado obispo de Maguncia, pide que le sustituya Joseph Ratzinger. Recuerda Viktor Hahn: «El profesor en un primer momento rechazó la llamada: no quería dejar Bonn, por no alejarse de Colonia donde había comenzado la colaboración con Frings. Pero cuatro meses después volvió a pensárselo y aceptó. Las hostilidades hacia su persona habían crecido tras su nombramiento como perito del Concilio. Le pregunté al profesor Jedin si habían sido los otros profesores quienes le habían echado. Me respondió: podría usted no haberse equivocado». Botterweck se jactará en sus charlas entre colegas de haber hecho que «huyera» de Bonn.
En Münster Ratzinger se instala con su hermana Maria en una villa del Paseo Annette von Droste Hülshoff, cerca del lago artificial Aasee. En el piso de arriba se alojarán dos estudiantes suyos, los “fieles” Pfnür y Angulanza, que le asisten en la Universidad como colaboradores científicos. Por la mañana temprano celebra misa en la capilla de una casa de reposo cerca de casa, y luego va a la Facultad en bicicleta. Cuenta Peter Kuhn: «Münster es una ciudad de llanura, no está lejos de Holanda, allí todos se movían en bici, y muchos lo siguen haciendo.Le dije a Pfnür que comprase una para nuestro profesor, pero él es un tipo parsimonioso y encontró una usada, tan hecha polvo que todavía hoy le sigo tomando el pelo, diciendo que por culpa de aquella bicicleta le siguen doliendo al Papa las rodillas…». En Münster se amplía el círculo de alumnos que piden doctorarse con él. Con los más íntimos sigue la tradición de los almuerzos bávaros. Algunas veces el pelotón de teólogos con su profesor se reúnen para comer en una fonda del lago que parece hecha a la medida de ellos: se llama Zum Himmelreich, En el Reino de los Cielos.
El clima que Ratzinger encuentra en la Facultad es cordial y estimulante: «La de Münster», recuerda Pfnür, «era una Facultad que estaba creciendo, ofrecía espacios y posibilidades económicas superiores con respecto a Bonn. Y la teología dogmática era el campo de acción más adecuado para el profesor Ratzinger, donde se valoraba más su preparación patrística y escritural». Los filones “clásicos” de la enseñanza ratzingeriana reflejan todo lo que está ocurriendo en el Concilio que se desarrolla en Roma. En 1963 sus cursos están dedicados a la Introducción a la dogmática y a la doctrina sobre la Eucaristía. El seminario se concentra sobre el tema “Escritura y Tradición”. En el 64 y el 65 los seminarios versan sobre la constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II. En el semestre invernal del 65-66 uno de los cursos de Teología dogmática consiste en una retrospectiva del Concilio recién terminado, mientras que el seminario toma pie de la constitución conciliar Dei Verbum sobre la Revelación.
Con los colegas no tiene problemas. En Filosofía enseña Joseph Pieper. En Teología está el combativo Erwin Iserloh, conocido por llevar siempre la contraria. En aquellos años se añaden al cuerpo docente otras jóvenes promesas de la teología alemana como Walter Kasper y Johannes Baptist Metz, iniciador de la teología política, con quien Ratzinger polemizará en los años siguientes. Pero en la época de Münster nadie parece soportar la preferencia que le reservan los estudiantes. Sigue contando Pfnür: «Los matriculados en el curso eran unos 350, pero a las clases acudían una media de 600 oyentes. Venían a escuchar a Ratzinger incluso los estudiantes de otras Facultades, como Filosofía y Jurisprudencia. Imprimimos los apuntes del curso de Eclesiología sobre la centralidad de la Eucaristía, y vendimos 850 ejemplares». Ironiza Kuhn: «En Münster Pfnür había puesto una pequeña imprenta. Se ciclostilaban las clases, y luego se mandaban paquetes enteros por toda Alemania, a los fans de Ratzinger desparramados por las otras Facultades teológicas».
Ratzinger, profesor de Teología dogmática en la Escuela de Altos Estudios Filosóficos-teológicos de Freising, en 1959

Ratzinger, profesor de Teología dogmática en la Escuela de Altos Estudios Filosóficos-teológicos de Freising, en 1959

A la fama creciente del profesor Ratzinger contribuye su intensa participación en el Concilio. Escribe para su cardenal, se le encarga la redacción de esquemas de documento alternativos a los preparados por la Curia romana. Frecuenta y colabora con todos los grandes teólogos del Concilio: Yves Congar, Henri de Lubac, Jean Daniélou, Gérard Philips, Karl Rahner. «A los estudiantes», recuerda Pfnür, «nos contaba que lo que más le impresionaban eran los teólogos y los obispos latinoamericanos». Cuando vuelve a Alemania al final de las sesiones romanas, ofrece resúmenes públicos de los trabajos conciliares en concurridísimas conferencias. Son momentos de reflexión en los que el juicio de Ratzinger se desmarca también del neotriunfalismo progresista y de la excitación polémica que ya parece contagiar a otros teólogos “reformistas” del Concilio. «Cada vez que volvía de Roma», cuenta en su autobiografía, «encontraba en la Iglesia y en los teólogos un estado de ánimo cada vez más agitado. Crecía cada vez más la impresión de que en la Iglesia no había nada estable, que todo puede ser objeto de revisión». Explica hoy Pfnür: «Los primeros indicios del caos los veía no tanto en la Facultad, sino en las parroquias. Los párrocos comenzaban a cambiar la liturgia a su gusto, y sobre este tema él fue desde un primer momento muy crítico».
En la Facultad las cosas seguían yendo bien. Ratzinger goza de la estima unánime de colegas y estudiantes. Hahn cuenta a 30Días un episodio emblemático: «Un día encontré el aula llena: todos querían asistir a una disputatio pública entre el profesor Metz y el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar, que criticaba su teología política. Metz le pidió a Ratzinger que coordinara el debate. Nuestro profesor, entre una intervención y otra de los contendientes, sintetizaba su pensamiento con una riqueza expositiva que hacía claros e interesantes incluso los pasajes más oscuros de los dos. Al final los asistentes aplaudieron con respeto tanto a Metz como a von Balthasar. Pero el aplauso más largo y entusiasta se lo dedicó al árbitro».
Los cursos abarrotados, los colegas le estimaban, las relaciones establecidas con los obispos y teólogos de todo el mundo… ¿Qué le llevó a Ratzinger a abandonar Münster?

La “llamada” de Küng
El profesor ya de fama mundial no es de los que se esclavizan a sí mismos y pasan por encima de sus seres queridos para seguir el ídolo de la carrera académica-eclesiástica. Su hermana Maria, que está a su lado con cariño casi maternal, no ha conseguido ambientarse en la hermosa ciudad de Westfalia. Para ella el lugar más hermoso de Münster es la estación, de la que salen trenes para Baviera. Cuenta Hahn: «Algunos años después, cuando le pregunté por qué se había ido, me confirmó que en Münster su hermana no era feliz. Ella le había dedicado su vida, y él no podía desatender su nostalgia». Así que cuando en el 66 llega una llamada para la segunda cátedra de Teología dogmática desde la Facultad de Teología católica de Tubinga, Ratzinger no se lo piensa demasiado. En su primer viaje hacia la ciudad sueva le acompaña como siempre Pfnür, que se ocupará de la mudanza. Le recibió un teólogo que Ratzinger conocía desde el 57 y que estaba también en el Concilio. Alguien que le estima y que intervino frente a sus colegas de Facultad para tenerlo en Tubinga. Los invita a comer y se desvive en atenciones y cordialidad por la nueva adquisición de la Facultad de Tubinga. Su nombre es Hans Küng.


(continuará)

(ha colaborado Pierluca Azzaro)


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