Laico, es decir, cristiano
Benedicto XV promovió la caridad, la paz y la libertad de los hijos de Dios mediante el respeto a las personas y las instituciones. Cuarto y último capítulo del reportaje sobre los papas que tomaron el nombre de Benedicto
por Lorenzo Cappelletti
El frontispicio de las Acta Apostolicae Sedis del 3 de septiembre de 1914 con la noticia de la elección al trono pontificio del cardenal Giacomo Della Chiesa
Aquella página hace ya un siglo que está escrita, pero no debe haber sido fácil descifrarla dado que las biografías dedicadas a Giacomo Della Chiesa, el papa Benedicto XV (1914-1922), siguen hablando de un papa desconocido e incluso mal conocido.
«La apariencia no me es favorable», escribía por su parte él mismo con fina autoironía, en una carta del 21 de diciembre de 1898 a su antiguo colega de la Academia de los nobles eclesiásticos, Teodoro Valfrè di Bonzo (parte de una preciosa correspondencia publicada en 1991 en Civitas por el llorado Giorgio Rumi). No hay más que mirar sus retratos para darse cuenta de que, pese a la benevolencia de éstos, no disponía de le physique du rôle. «Era de estatura inferior a la media y algo curvo», escribía Francis MacNutt, otro colega suyo de la Academia, o mejor dicho, «todo en él era curvo: nariz, boca, ojos y hombros –todo carecía de diseño–».
Tampoco su currículum hablaba de otra cosa que no fuera un mediocris homo, como dirá el cardenal Agliardi poco antes de que Giacomo Della Chiesa fuera elegido papa. Diligente, qué duda cabe, meticuloso, pero como un «mero burócrata», también en definición de Agliardi. ¿Quién iba a imaginar que existiera un diseño preciso para aquel “pequeñito”, como se le llamaba en la Curia, y que en él vibrara una llama de caridad que en su tiempo le iba a sugerir cosas importantes? Y sin embargo la historia de la Iglesia habría debido y debería enseñar que precisamente atenerse a la forma heredada –la especialidad de Giacomo Della Chiesa– ha sido decisivo, muy a menudo más decisivo que virtudes más vistosas, a la hora de proteger la esencia de la caridad y de la fe cristiana.
A diferencia de sus predecesores y sucesores inmediatos en la sede de Pedro (a excepción de Pío XII), Giacomo Della Chiesa era “de ciudad”. Había nacido en 1854 en una familia de ascendencia noble y de un tenor de vida burgués, en aquella Génova que, como sabe quien la conoce, ha sido ciudad por excelencia desde comienzos de la Edad Media: algunas de sus antiguas torres siguen compitiendo con los modernos rascacielos, que también en aquella ciudad hicieron su aparición por primera vez en Italia.
Su educación no fue solo ciudadana, sino también laica, hasta el punto de que, según algunos que pretendían referirse a palabras pronunciadas por el propio Benedicto XV, no alardeaba de ninguna competencia teológica. Efectivamente, en primer lugar se licenció en jurisprudencia por la Universidad de Génova, mientras asistía como oyente a los cursos de filosofía y teología del seminario local. Cursos que luego terminaría en Roma, en la Gregoriana.
Giacomo llegó a Roma en 1875 como alumno del Colegio Capranica, en el momento en el que la Ciudad eterna se estaba preparando para convertirse en la capital de la Italia unida. Será ordenado sacerdote el 21 de diciembre de 1878, el mismo año en que, tras un pontificado de duración no superada, a Pío IX (1846-1878) le sucedía León XIII (1878-1903). Durante los dos años siguientes frecuentará la Academia de nobles eclesiásticos, la escuela de la diplomacia pontificia.
Desde el ingreso en la diplomacia hasta el episcopado boloñés
La ceremonia de coronación de Benedicto XV en la Capilla Sixtina, el 6 de septiembre de 1914
Pero volvamos al cursus honorum de Giacomo Della Chiesa cuando aún no era Benedicto.
Cuando Rampolla fue nombrado nuncio en Madrid en 1883, se lo llevó con él, y, cuando como secretario de Estado fue llamado a Roma en 1887, de nuevo se lo llevó consigo a la Curia como minutante. Della Chiesa cumplió fielmente este cargo durante mucho tiempo. En 1901, como ya dijimos, fue nombrado sustituto.
Pero durante el pontificado de León XIII, con una rapidez mucho mayor que Della Chiesa y de Gasparri, aunque era mucho más joven, se había abierto camino otro diplomático, monseñor Rafael Merry del Val, quien, en el momento de la clausura del cónclave que siguió a la muerte del papa Pecci, como recordaba recientemente en estas páginas Gianpaolo Romanato (cfr. pág. 40 de este número), será nombrado secretario de Estado por Pío X. Para sorpresa de todos, incluido monseñor Della Chiesa, quien el 8 de noviembre de 1903 escribía con muchos signos de exclamación: «¡Mañana será el Consistorio al que seguirá, al cabo de poco, el nombramiento definitivo del Secretario de Estado! ¡¡¡Quién lo hubiera dicho diez años atrás!!!».
Rampolla fue alejado inmediatamente. Della Chiesa siguió en su puesto algún tiempo más, pero también él fue destinado a otra sede llegado el momento, en 1907: la sede arzobispal de Bolonia. Sin duda se le dio aquel destino por la estima que se tenía de él, pero quizá también para ver cómo se movía en una diócesis dirigida hasta aquel momento por el arzobispo Domenico Svampa, a quien se le atribuían simpatías modernistas y democrático-cristianas por haber protegido entre otros a don Giulio Belvederi y don Alfonso Manaresi. Cuando monseñor Della Chiesa escribe con la sutil ironía de siempre en octubre de 1907 a su amigo Teodoro Valfrè di Bonzo (que creía que estaba a punto de ir a la nunciatura de Madrid) parece confirmar que el destino de Bolonia obedecía también a aquellas intenciones: «No he contestado telegráficamente a su cortés telegrama de enhorabuena por el supuesto nombramiento mío como nuncio de Madrid porque sentía desmentir públicamente su suposición. Lo cierto es que no he sido ni seré nombrado nuncio en Madrid porque el Santo Padre me prefiere como… arzobispo de Bolonia. En este deseo del Santo Padre he reconocido la voluntad de Dios, porque nada me era más ajeno que el pensamiento de la posibilidad de convertirme en arzobispo de Bolonia. Ante el anuncio de la voluntad pontificia sentí una gran sacudida, y el pensamiento de la difícil situación en la que se habrá de encontrar el pobre arzobispo de Bolonia aumentó mi conmoción: pero el Señor, que quiere que yo esté en Bolonia, ¿no me dará las gracias necesarias para hacer allí algo bueno?».
El libro-matrícula del Almo Colegio Capránica con el nombre y la fecha de ingreso del alumno Giacomo Della Chiesa. Se notan los añadidos posteriores hasta la fecha de su elección como pontífice
Con todo ello, fue creado cardenal sólo en mayo de 1914, pocos meses antes de entrar en el cónclave del que saldría papa. Quizá no es casualidad que el capelo cardenalicio le llegara solo tras la muerte de Rampolla, ocurrida en el mes de diciembre precedente. Probablemente no se quería que en el Sagrado Colegio se reconstruyera y tuviera peso la buena relación entre ambos.
Mientras tanto había estallado la guerra, la Gran Guerra. Se ha dicho que Pío X murió de disgusto por esa razón, pero también hay quien ha afirmado, como Pollard, que «él y su secretario de Estado, cardenal Merry del Val, contribuyeron a adelantar la guerra sugiriendo inoportunamente a Francisco José que Austria tenía razón y que tenía que humillar a Serbia». De todos modos, la mayoría de los historiadores concuerdan en que en el cónclave que siguió a la muerte de Pío X, más que las consideraciones sobre la guerra recién estallada pesó sobre todo el debate interno entre una línea de intransigencia y otra de moderación con respecto a las tendencias modernistas reales o presuntas.
La elección a pontífice
Precisamente porque representaba esta posición más moderada, Della Chiesa, aunque había llegado hacía pocos meses al cardenalato, estaba entre los papables y fue elegido, pese a la resistencia desde el comienzo al final del cónclave de quienes hubieran querido mantener la línea de la intransigencia. Incluso durante su pontificado quisieron hacer correr vientos de fronda insidosos porque soplaban cerca del Pontífice. Se les llamó el “Vaticanito”. Todavía dos meses antes de la muerte de Benedicto XV, Merry del Val, criticándolo, escribía en una carta privada que hay que «escapar de las tácticas de la política humana […]. En una época en la que el mundo ha perdido la orientación y busca ansiosamente una tabla de salvación que sólo nosotros le podemos ofrecer, no deberíamos dejarnos arrastrar por la corriente y dar la idea de que somos gente dispuesta a jugar con los principios». Benedicto no se preocupó de esto y no hizo muchos cambios. Solo en la Secretaría de Estado, donde, conociendo directamente las tareas y a los hombres, realizó cambios decisivos. No hay más que recordar los nombres de Gasparri, llamado a sustituir a Merry del Val como secretario de Estado tras la repentina muerte de Ferrata, los de Bonaventura Cerretti, Pacelli, Ratti, del propio Valfrè di Bonzo (y también los de Roncalli y Montini, que comenzó entonces a dar los primeros pasos de su carrera), todos ellos destinados a cargos de importancia durante el pontificado de Benedicto, quien eligió este nombre no sólo como referencia al santo monje de Norcia, sino también, según él mismo dijo (al parecer), a Benedicto XIV, que había sido su predecesor tanto en la sede boloñesa como en la romana a mediados del siglo XVIII: jurista como él y que también como él se vio obligado a defenderse de quienes le querían enseñar al papa la doctrina.
Caridad y obediencia son las categorías claves de su primera encíclica programática Ad beatissimi de noviembre de 1914. Por lo demás esta había sido la característica que había distinguido el comportamiento de monseñor Della Chiesa y que distinguirá su magisterio y su actuación también como papa. Categorías que había que hacer valer no sólo ad intra (algo obvio y quizá también por esto raramente practicado), sino también ad extra, reafirmando, por una parte, el deber de «mutuo amor entre los hombres» y, por la otra, el principio apostólico de la sujeción a las autoridades legítimas.
Es interesante el hecho de que la encíclica encuentre la razón última del amor mutuo entre los hombres en que Jesucristo derramara su sangre por todos. El Papa lo subraya tres veces. Acababa de estallar la guerra, y esta insistencia ya sugería implícitamente lo inútil que era todo derramamiento de sangre. La famosa Nota a los beligerantes del 1 de agosto de 1917, la de la «inútil matanza» –que no por casualidad comenzaba Dès le début («Desde comienzos de nuestro pontificado…»)–, no haría otra cosa más que poner en evidencia este juicio, consolidado por nuevos y aún más bárbaros y sangrientos sistemas de ataque, como el abiertamente utilizado de los bombardeos aéreos.
El objetivo de aquella Nota, por lo demás, no era definir ni denunciar, sino ofrecer una propuesta concreta de paz. «Fue la primera vez durante la guerra que una persona o potencia formuló un esquema detallado o práctico para negociar la paz» (Pollard, 148). Sabiendo, como fue formulado varias veces por el Papa ya desde Ad beatissimi, que la paz es la condición para que se realice el recíproco amor entre los hombres: «La paz es un grandísimo don de Dios: entre las cosas terrenales no nos es dado escuchar nada más agradable, ni tampoco se puede desear ninguna cosa más dulce: en definitiva, no se puede encontrar nada mejor» escribirá, citando a Agustín, luego en la Pacem Dei munus.
El busto de bronce y la lápida dedicadas a Benedicto XV que se hallan dentro del Almo Colegio Capránica
De modo que a Benedicto XV (pese a que había reanudado esas relaciones y muchas otras, aunque con Italia aún no había reconciliación) le fue concedido curar las heridas producidas por el conflicto, organizando colectas, intercambios de prisioneros, recogida de información. Las alabanzas que luego se le dedicaron parecen expresar a veces un reconocimiento directamente proporcional a la satisfacción por la subalternidad a que había sido relegada dicha acción.
Ni siquiera cuando terminó la guerra se le permitió a la Santa Sede participar en la Conferencia de paz de Versalles de la primavera-verano de 1919. Y sin embargo Benedicto y Gasparri eran quizá los analistas más agudos, como se diría hoy, y hubieran realizado una gran aportación a la paz si este hubiera sido el objetivo de la Conferencia de paz. Tan es verdad que comprendieron enseguida que las condiciones impuestas a los vencidos no iban a acallar las hostilidades. Como también comprendieron la imposible autosuficiencia de las naciones salidas de la disolución del Imperio austrohúngaro. «Una previsión que la historia, de manera dolorosa, demostró que era acertada», escribe Pollard.
También a propósito de un Oriente Medio remodelado por la caída del Imperio otomano reinaba gran preocupación en el Vaticano: la coexistencia multirreligiosa que en el fondo había garantizado aquel Imperio estaba terminando justo entonces, como se lee en un hermoso ensayo de Andrea Riccardi titulado Benedetto XV e la crisi della convivenza religiosa nell’Impero otomano.
Los artículos precedentes de Lorenzo Cappelletti sobre los papas que tomaron el nombre
de Benedicto
publicados en 30Días.
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1) “Nomen omen”, n. 10,
octubre de 2005, pp. 64-69.
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2) “Un ‘continuum’ discontinuo”, n. 11, noviembre de 2005,
pp. 38-43.
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3) “Benedictos reformadores”,
n. 12, diciembre de 2005,
pp. 40-45.
Algunas lúcidas empresas
Hasta aquí la primera vertiente del pontificado de Benedicto XV dominada por la emergencia de la guerra y que duró hasta bastante después de terminar ésta, como hemos visto. La segunda, que cronológicamente está en parte sobrepuesta a la primera, está caracterizada por algunas lúcidas empresas. Aunque no parten todas del Papa como proyectos o no son directamente obras suyas, a él se debe que se convirtieran en realidad: el Código de Derecho Canónico, promulgado en 1917, obra comenzada ya bajo Pío X y debida en gran parte a la competencia y laboriosidad de Gasparri; también en 1917, la separación de Propaganda Fide de una Congregación de la Iglesia Oriental autónoma (llamada posteriormente “de las Iglesias Orientales”), cuya presidencia, precisamente por el interés que revestía, ocupó el Papa, y la creación de un Instituto de Estudios sobre el Oriente cristiano. Hechos aparentemente de corte exclusivamente administrativo, pero que en realidad hablan de una concepción de la catolicidad que no sería lo que es sin las Iglesias no latinas, como ha reafirmado en un reciente convenio celebrado en Anagni el actual rector de ese Instituto de Estudios; la apertura de una nueva época misionera, inaugurada por la encíclica Maximum illud que programáticamente liberaba la acción de los misioneros de la relación perversa con el nacionalismo y el colonialismo, que estaba penalizando sobre todo el surgimiento de una jerarquía autóctona en China; y en fin el comienzo, tímido aunque real, de los primeros coloquios ecuménicos que arrancaron en Malines con la aprobación del Papa poco antes de su muerte.
El cardenal Mariano Rampolla del Tindaro
También a Benedicto y a Gasparri se debe el nacimiento del Partido Popular Italiano (el Llamamiento a los libres y fuertes es del 18 de enero de 1919), aunque no por voluntad propia («El Partido Popular surgió por generación espontánea sin ninguna intervención de la Santa Sede ni a favor ni en contra», escribía Gasparri en sus memorias), sino que nació y se desarrolló según las coordenadas de aconfesionalidad y reformismo que representarían para Italia un factor decisivo del «mayor bienestar de su convivencia», para seguir citando a Gasparri. Esto sí que lo quisieron, escribe el padre Sale, incluso enfrentándose a la parte de católicos y obispos que «pensaba en la creación de un partido católico fuertemente sometido a las directrices de la jerarquía».
Explicit.