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LOS SESENTA ÃNOS DE LA...
Sacado del n. 05 - 2006

Entre República y Constituyente


El referéndum del 2 de junio para elegir entre Monarquía y República. La elección y los trabajos de la Asamblea constituyente. Los primeros gobiernos de De Gasperi y un país que reconstruir. La promulgación de la Carta fundamental del Estado


por Giovanni Sale s.j.


En la foto del fondo, una manifestación en favor de la Constituyente en Turín, octubre de 1945;
el Corriere della Sera del 6 de junio de 1946, 
La Voce Repubblicana del 9 de octubre de 1947,
un cartel del Partido Socialista Italiano de Unidad Proletaria 
y uno de la Democracia Cristiana, una foto de Nenni, 
Ruini, Vernocchi, De Gasperi y Togliatti en el periodo
del primer gobierno De Gasperi (10 de diciembre de 1945-
13 de julio de 1946)

En la foto del fondo, una manifestación en favor de la Constituyente en Turín, octubre de 1945; el Corriere della Sera del 6 de junio de 1946, La Voce Repubblicana del 9 de octubre de 1947, un cartel del Partido Socialista Italiano de Unidad Proletaria y uno de la Democracia Cristiana, una foto de Nenni, Ruini, Vernocchi, De Gasperi y Togliatti en el periodo del primer gobierno De Gasperi (10 de diciembre de 1945- 13 de julio de 1946)

El 2 de junio de 1946 el gobierno de unidad nacional convocó a todo el cuerpo electoral para votar sobre dos cuestiones fundamentales relativas al nuevo orden del Estado: resolver el debatido problema institucional (Monarquía o República) y elegir una Asamblea constituyente, que escribiera la Carta fundamental del nuevo Estado. Como es sabido, el voto dio la victoria a la República, que recibió unos dos millones de votos más que la Monarquía. Las fuerzas políticas monárquicas criticaron el resultado por motivos de legitimidad y de mérito y presentaron varios recursos ante el Tribunal Supremo, que el 18 de junio pronunció su veredicto, confirmando lo que había declarado el 10 de junio el ministro del Interior y, por tanto, sancionando la victoria del voto republicano: todo esto hizo que se retrasara en más de una semana la transición institucional, que tuvo lugar de manera no completamente indolora. El resultado referendario, sin embargo, evidenciaba la profunda división del país a nivel político, social y cultural: al lado de la Italia del norte predominantemente republicana y políticamente más “progresista”, estaba la del sur predominantemente monárquica y políticamente más “conservadora”. En este sentido se había expresado proféticamente el presidente del Gobierno Alcide De Gasperi en un coloquio que mantuvo el 21 de mayo de 1946 con el nuncio en Italia, monseñor Francesco Borgongini Duca: «La parte meridional de Italia hasta un poco más arriba de Roma dará el voto a favor de la Monarquía en una proporción del 70%, sobre una población de 18 millones; en cambio en el resto de Italia la proporción será del 70% para la República sobre 22 millones de personas, por tanto, ésta tendrá una mayoría segura» (archivo de La Civiltà Católica).
En cambio el “voto político”, es decir, el voto para la Asamblea constituyente, reproducía de alguna manera el administrativo de las elecciones de primavera. La Democracia Cristiana se confirmó como el primer partido político del país (8.012.355 votos), seguido por los socialistas (4.674.977 votos) y por los comunistas (4.287.054), pero la suma de los dos partidos de izquierdas superó, aunque por poco, el voto democristiano considerado por sí sólo. Los electores —por primera vez pudieron votar las mujeres— habían premiado a los llamados partidos de masas, que eran los que habían participado en la Resistencia y que ahora los electores llamaban a redactar la nueva Carta constitucional. La democracia Cristiana (DC) y las jerarquías vaticanas consideraron muy positivo el resultado de las elecciones, mientras que los partidos de izquierdas (ligados por un “pacto de unidad de acción”), por el contrario, lo interpretaron como una derrota inesperada. El tesón que habían puesto en la campaña electoral, ya sea mediante instrumentos organizativos muy eficaces, ya sea con la utilización de notables medios económicos recibidos del extranjero, en especial de la Unión Soviética, había sido enorme y prometía un resultado electoral satisfactorio. La derrota fue especialmente amarga para el Partido Comunista Italiano (PCI), que había sido el partido mayormente activo en la lucha partisana y más influyente en los Comités de Liberación Nacional (CLN). No sólo conquistó menos votos que el partido adversario, la Democracia Cristiana (104 diputados contra los 207 de la DC), sino que incluso fue superado por su aliado socialista (115 diputados), que se convirtió así en el primer partido de la izquierda. La derrota electoral, pues, llevó a una reflexión interna y a una crítica del ala más radical del partido, encabezada por Secchia y Longo, contra la línea más mórbida de “democracia progresiva” hacia el socialismo seguida por Togliatti a partir del primer gobierno de unidad nacional (1944). A pesar de las críticas contra Togliatti, los dirigentes del PCI se daban cuenta de que, por lo menos por el momento, no era posible cambiar de estrategia política, porque acabaría por aislar al PCI dentro del frente de las fuerzas democráticas, condenándolo de este modo a convertirse en un partido de oposición. Y además Stalin no tenía ninguna intención de apoyar a los comunistas italianos en una acción revolucionaria-insurreccional que mirara a instaurar el socialismo en Italia, ya sea porque la península según los acuerdos de Yalta no pertenecía a la zona de influencia soviética, ya sea porque esto habría provocado, como había ocurrido en Grecia, una reacción inmediata de los angloamericanos cuyas tropas estaban aún en Europa, con el peligro de hacer estallar otra guerra que en aquel momento la URSS no habría sido capaz de llevar adelante. Los dirigentes del PCI tomaron la decisión de seguir por el momento con la experiencia, en parte ya consolidada, de los gobiernos de unidad nacional y, al mismo tiempo, intensificar la lucha político-sindical en el país para atraer al partido a gran parte del mundo obrero, y también, naturalmente, a amplias franjas de la clase media, que en las últimas elecciones habían votado por la DC. En breve, el PCI se organizaba para ser al mismo tiempo partido de gobierno y partido de lucha, es decir, de oposición. Esta ambigüedad no ayudó a la estabilidad y la unidad de acción del nuevo gobierno, encabezado por De Gasperi, y fue durante meses, en realidad hasta la exclusión de las izquierdas del gobierno en mayo de 1947, una ocasión de conflicto perenne entre el presidente del Consejo de Ministros y Togliatti y fuente de inestabilidad para la acción del gobierno.

Los cargos institucionales y los gobiernos de De Gasperi
Después de las elecciones comenzaron inmediatamente las “grandes maniobras” entre los mayores partidos políticos para resolver las principales cuestiones institucionales, como la elección del jefe provisional del Estado, la presidencia de la nueva Asamblea constituyente, e, inmediatamente después la formación del nuevo gobierno. «Respecto a la sucesión, es decir, a la República», le confesó De Gasperi al nuncio en Italia, «me han propuesto un gobierno de tres: la presidencia de la República para mí, el puesto de presidente del Gobierno para Nenni o Romita […]. Para los comunistas el Ministerio de Asuntos Exteriores; sin embargo, no me apetece ser presidente de República: no veo a Nenni como jefe del gobierno y mucho menos a Togliatti, sutil, pero más “pérfido”, en Asuntos Exteriores. Más bien intentaría separar a los socialistas de los comunistas, proponiendo para los primeros la presidencia de la República, y yo quedándome donde estoy. Si se separaran, los comunistas no entrarían en el gobierno: ¿se logrará? Pregunto: “¿No puede la Democracia Cristiana con los partidos monárquicos hacer frente a las izquierdas?”. Respuesta: “¡Sí! Aritméticamente tendríamos cuanto basta para mantenernos en pie, pero no podríamos durar”» (archivo de La Civiltà Cattolica). Siguiendo al sugerencia de De Gasperi, los mayores líderes políticos propusieron dar la presidencia de la Asamblea constituyente al socialista Nenni; pero éste prefirió no aceptar la oferta, y señaló a Saragat, considerando que por el momento era más útil a su partido una participación suya en el nuevo gobierno republicano, con la esperanza de poder obtener un Ministerio importante, y así sucedió. La asamblea constituyente comenzó puntualmente sus trabajos el 25 de junio, con la elección de su presidente en la persona del socialista Giuseppe Saragat, al que le sucedió, poco tiempo después, el comunista Umberto Terracini.
En lo tocante a la elección del jefe provisional del Estado, la izquierda, especialmente los socialistas, había propuesto la candidatura de Benedetto Croce. Candidatura no del gusto de la Santa Sede: Croce, en efecto, era el exponente más representativo en Italia del pensamiento idealista-inmanentista, contra el que había combatido duramente la Iglesia católica durante mucho tiempo. Elegirlo como presidente de la República significaba afirmar claramente que la Italia republicana nacía bajo el signo de la tradición liberal anticatólica, y esto en el momento en que el pueblo italiano había dado la mayoría de los votos a un partido de inspiración cristiana. Además, habría significado desconocer la pacificación entre Estado e Iglesia de 1929, contra la que había combatido Croce en el Senado, y rechazar los principios de fondo que el Acuerdo de Letrán había sancionado. De Gasperi, por su parte, se opuso decididamente a la candidatura de Croce (al igual que a la de Nitti, presentado por los comunistas), tanto para complacer al Vaticano como porque con esa candidatura se quería poner en dificultad a la Democracia Cristiana y propuso los nombres de Orlando y De Nicola. El 28 de junio la Asamblea Constituyente eligió como jefe provisional del Estado a Enrico De Nicola, que había sido presidente de la Cámara de diputados desde 1920 a 1924 y consejero iluminado y prudente del rey Víctor Emanuel III en 1943, durante su breve estancia en Salerno. De Nicola, tras la insistencia del presidente De Gasperi, se decidió al final a aceptar la candidatura, que fue votada por todos los partidos con la condición de que su mandato acabaría al final de los términos previstos para el cargo provisional.
La sesión inaugural de la Asamblea constituyente en el aula de Montecitorio el 25 de junio de 1946

La sesión inaugural de la Asamblea constituyente en el aula de Montecitorio el 25 de junio de 1946

Después del nombramiento del jefe provisional del Estado, el presidente del Consejo de Ministros De Gasperi presentó la dimisión del gobierno. El presidente De Nicola encargó la formación del nuevo gobierno al mismo presidente del Gabinete saliente, que era el líder del partido que había ganado las recientes elecciones políticas. Nació así el II gobierno de De Gasperi, apoyado por los tres grandes partidos de masas, democristianos, socialistas y comunistas, y por los republicanos; la distribución de los ministerios, sin embargo, no se dio esta vez según los criterios “paritarios” –como en los anteriores gobiernos formados por integrantes del Comité de Liberación Nacional– sino según el apoyo popular obtenido por cada uno de los partidos. Fue el primer gobierno político de la posguerra. De Gasperi, además de la presidencia del Consejo de Ministros, se reservó el Ministerio del Interior y asumió ad interim la dirección del Ministerio de Asuntos Exteriores (hasta la firma del Tratado de paz): sucesivamente pasaría a Nenni. Los comunistas obtuvieron cuatro ministerios, entre ellos el de Justicia (Gullo) y Economía (Scoccimarro); el mismo número de ministros obtuvieron los socialistas. Los demás ministerios fueron para la DC (Gonella fue el ministro de Educación y Ciencia). Togliatti, como hemos dicho, prefirió no entrar a formar parte del gobierno, pese a la opinión diversa de De Gasperi, para ocuparse del partido.
El primer problema importante que tuvo que afrontar el nuevo gobierno fue el de la crisis económica posbélica: la inflación había comenzado a subir, tocando en aquel año la punta del 35%, mientras que los géneros de primera necesidad, empezando por el pan, escaseaban en el mercado interno. También comenzaron a disminuir las ayudas de guerra concedidas por los Aliados (UNRRA) por lo que la población italiana se preparaba a pasar un invierno muy duro desde todos los puntos de vista. Los partidos de izquierdas, en vez de ayudar al gobierno en su esfuerzo desesperado para aliviar la grave situación económica, trataban de todas las maneras de agudizar el enfrentamiento político, repitiendo en las plazas y en los periódicos de partido que la responsabilidad mayor de la crisis económica se debía a la línea económica liberal seguida por el gobierno –el cual mataba de hambre a los trabajadores manteniendo bajos los salarios (reduciendo así la demanda interna) para favorecer a la Patronal y al gran capital– y proponiendo al contrario irrealizables políticas de programación de la producción según el modelo soviético. Dicha política de la “vía doble”, llevada a cabo en aquellos meses sobre todo por el PCI –que se presentaba como partido de gobierno y al mismo tiempo como partido de lucha y oposición–, no ayudó al país a salir de la grave crisis económica y social, pero le ayudó al partido de Togliatti a reconquistar el liderazgo del movimiento obrero en Italia. Con esta táctica política consiguió darle a su partido –que había salido en parte derrotado y desmoralizado de la reciente competición electoral– nuevo vigor y a mantener en jaque, actuando en dos frentes opuestos, al gobierno, incluso en las importantes cuestiones de política exterior.
En este periodo (principios de enero de 1947) tiene lugar el primer viaje de De Gasperi a Estados Unidos. Del gobierno de este poderoso y rico país esperaba obtener ayudas económicas y apoyo en las controvertidas cuestiones relativas al Tratado de paz: el viaje resultó muy útil desde el punto de vista político y sentó las bases para las futuras ayudas económicas que el gobierno americano prestaría poco después a nuestro país. Mientras tanto, en Italia la situación política se había ido deteriorando rápidamente: el “viaje americano” del presidente del Consejo de ministros contribuyó a crispar las relaciones entre comunistas y democristianos. Después de que los republicanos retiraron su apoyo al gobierno (19 de enero), De Gasperi dimitió y nuevamente el Jefe del Estado le dio mandato para formar un nuevo gobierno. El III gobierno de De Gasperi fue prácticamente una repetición del anterior, con una base política de consenso más reducida, pero con algunas novedades en la distribución de los ministerios.
La formación del nuevo gobierno se hizo en los primeros días del mes de febrero de 1947: la DC obtuvo seis ministerios, en realidad todos los principales, y los otros seis fueron a las izquierdas (tres a los comunistas y tres a los socialistas). El PCI tuvo que renunciar al ministerio de Economía –que fue unido al de Hacienda y confiado al democristiano Campilli– mientras que mantuvo el de Justicia, siempre en manos de Gullo. En el nuevo gobierno tripartito entraron también dos independientes: Gasparotto, ministro de Defensa, y Sforza, procedente del mundo de la diplomacia, ministro de Exteriores. Del Ministerio de Interior fue encargado el democristiano Scelba. En realidad esta última –además de nombrar a un independiente ministro de Exteriores– fue la gran novedad del nuevo Gabinete: De Gasperi mediante este ministerio pretendía tener bajo control el orden público. Le preocupaba, como a muchos democristianos, que gran parte de la Policía de Estado no fuera controlada por la autoridad pública, sino por las secciones de los partidos de izquierdas. Scelba parecía en aquel momento el hombre apropiado para poner bajo el control de la autoridad del Estado a todo el sector de la seguridad pública (demasiado ligado a los humores de las pasadas contraposiciones ideológicas), y es lo que hizo con determinación a partir de los meses siguientes. La actitud que la Santa Sede –puntualmente informada sobre las complicadas situaciones políticas nacionales mediante el canal de la Nunciatura de Italia– mantuvo durante todo el proceso de la crisis de gobierno se caracterizó por la gran circunspección. Al respecto el diario de las consultaciones de La Civiltà Cattolica señala: «En lo tocante a la situación italiana», escribía el padre Martegani, «el Santo Padre decía que quería mantenerse totalmente ajeno, a no ser que el interés de la religión disponga de otro modo, en este caso está dispuesto a mostrar la misma intransigencia que mostró, incluso ante el presidente De Nicola, acerca de la conservación de los Pactos Lateranenses y de otras cuestiones que interesan directamente a la Iglesia en la nueva Constitución italiana». Lo que significaba que la Santa Sede no pensaba entrar en el debate entre los partidos sobre las cuestiones de la formación del nuevo Gabinete; su interés en aquel momento se centraba únicamente en garantizar que la nueva coalición respetase los derechos de la Iglesia. Sabía que mientras la DC mantuviera la dirección del gobierno no tenía nada que temer de la autoridad pública.
El segundo gobierno De Gasperi (13 de julio de 1946- 20 de enero de 1947), apoyado por los tres grandes partidos de masas y por los republicanos

El segundo gobierno De Gasperi (13 de julio de 1946- 20 de enero de 1947), apoyado por los tres grandes partidos de masas y por los republicanos

El nuevo gobierno (el segundo tripartito y el tercero regido por De Gasperi) juró lealtad ante el jefe provisional del Estado la misma mañana del 2 de febrero, mientras que la presentación del programa de gobierno a la Asamblea constituyente para obtener la confianza fue aplazada para después de la elección del nuevo presidente de la Constituyente, que el 8 de febrero eligió a Umberto Terracini. Inmediatamente después, el presidente De Gasperi presentó a la Asamblea el programa general del nuevo gobierno e insistió en la necesidad de firmar el Tratado de paz, aplazando para una época sucesiva, cuando la normalización de las relaciones internacionales lo permitiera, la cuestión de la revisión de las cláusulas más punitivas. El Tratado, tras no pocas peripecias institucionales, fue firmado en París por el embajador Meli Lupi di Soragna el 10 de febrero, como estaba previsto, mientras tanto en Italia se guardaban diez minutos de silencio en señal de protesta. El 2 de febrero, casi sumisamente se votaba la confianza al III gobierno de De Gasperi. Fue este un gobierno muy breve; los historiadores y observadores políticos lo consideraron un simple gobierno de transición, aunque no lo fue para quienes lo apoyaron. Duró solamente tres meses (del 2 de febrero al 13 de mayo de 1947), pero en este breve espacio de tiempo sucedieron en el ámbito de la política en Italia y en el mundo acontecimientos muy importantes, que influirían en el destino de Europa, y no solamente de ella, durante casi cincuenta años. Fue en este periodo, en efecto, cuando la crisis internacional que se estaba incubando desde hacía algún tiempo, se agudizó y el enfrentamiento político-estratégico entre los Estados Unidos y la Unión Soviética salió a la luz: comenzaba el periodo de la “guerra fría” entre las dos superpotencias.

El necesario compromiso constitucional
El texto provisional de la Constitución preparado por la “Comisión de los 75” y sucesivamente revisado por el “Comité de los 18” fue presentado para su discusión y aprobación ante la Asamblea constituyente el 4 de marzo de 1947. El presidente Terracini estableció el orden de los trabajos de esta forma: debate general de la estructura de la Carta constitucional; examen de los diez títulos que la formaban (cuatro de la primera parte relativa a los «derechos y deberes de los ciudadanos», y seis de la segunda concerniente al «ordenamiento de la República»); en fin, el examen de cada artículo. El debate general se cerró el 12 de marzo con el discurso del presidente de la “Comisión de los 75”, Ruini, mientras que el debate sobre los títulos, comenzado el día 13, terminó el 21 de marzo. En estos arduos debates participaron los mayores exponentes de las fuerzas políticas: los hombres de la vieja guardia liberal, los nuevos líderes de los llamados “partidos de masas” y los mayores juristas e intelectuales presentes en la Constituyente: entre ellos, Calamandrei, Mortati, Croce, Marchesi, La Pira. Después se pasó al examen y la aprobación de cada uno de los artículos. Esta fase comenzó el 22 de marzo y se concluyó, tras la larga interrupción estival (del 22 de julio al 10 de septiembre), el 22 de diciembre, cuando se votó el texto definitivo, que entró en vigor el 1 de enero de 1948.
Sobre el modelo de Constitución que se debía adoptar se perfilaron en la Asamblea constituyente dos tendencias de algún modo contrapuestas: los representantes de la vieja clase dirigente prefascista propusieron un tipo de Constitución “corta”, según el modelo del Estatuto albertino, que restableciera la continuidad con las antiguas instituciones de la tradición liberal, como si el fascismo, la guerra y la lucha de liberación, hubieran sido simples hechos, o casi insignificantes paréntesis, de un pasado reciente que de alguna manera había que arrinconar y olvidar. En cambio, los representantes de los grandes partidos de masas, que habían hecho la Resistencia y que en aquel momento gobernaban el país, propusieron un tipo de Constitución “larga”, que de alguna manera fuera también de ruptura con el pasado institucional del país y que comprendiera los grandes ideales de libertad por los que se había luchado contra las dictaduras, y asimismo los principios básicos de su visión política. Fue así como los católicos aportaron a la nueva Carta constitucional su sensibilidad en materia de derechos humanos, de salvaguardia de la familia y de los otros organismos intermedios a nivel institucional (autonomías locales y descentralización administrativa), mientras que los partidos de izquierda aportaban su sensibilidad por los problemas del trabajo y de desarrollo de la sociedad civil; estos, además, fueron los más convencidos partidarios del modelo de “democracia parlamentaria” con sistema bicameral paritario. Sobre esta materia los democristianos trabajaron para moderar el excesivo “parlamentarismo” de las izquierdas y, por tanto, para conjurar el peligro de todo tipo de jacobinismo asambleario; en el Vaticano, en cambio, habrían preferido que se adoptase una forma de gobierno que diera más poderes al presidente de la República o al jefe del gobierno para garantizarle al país gobiernos más estables.
Sobre los desiderata de la Santa Sede acerca de la materia constitucional nos informa, de manera sintética pero precisa, el padre Martegani, en aquella época director de La Civiltà Cattolica, a quien el Papa había hablado de la delicada cuestión: «El Santo Padre había dicho que De Nicola había recibido garantías de los partidos sobre tres puntos, a los que al parecer estuvo condicionada aquella audiencia oficial [cuando el jefe del Estado fue recibido por Pío XII el 31 de julio de 1946], que resultó muy cordial y satisfactoria: conservación de los Pactos Lateranenses, sistema bicameral e independencia de la magistratura. De Nicola había manifestado también el deseo de que todos los obispos le renovaran a él el juramento de lealtad, ya presentado al rey de Italia […]. Respecto a la futura Constitución el deseo del Santo Padre es que, además del respeto de los pactos Lateranenses, no haya nada en el nuevo Estatuto que se contraponga a estos Pactos; en lo tocante a las declaraciones generales, se podía contentar con simples referencias, aunque hubiera sido mejor que se citaran íntegramente los principios del Concordato» (archivo de La Civiltà Cattolica). Para la Santa Sede, en efecto, era de importancia vital para el futuro de la Iglesia en Italia no solamente que el Concordato fuera incluido en la nueva Carta constitucional, sino que esta, en las materias que atañían a la vida religiosa y moral de la persona y de la familia, no se alejara de los principios cristianos. La Santa Sede, por tanto, hizo de todo en aquellos primeros meses de vida de la Constituyente para que los diputados católicos conocieran su punto de vista sobre las cuestiones de interés religioso. Los dirigentes democristianos, por su parte, deseaban que en estas materias hubiera acuerdo total entre la línea que el partido defendería en la Asamblea y la línea oficial de la Santa Sede. Es más, De Gasperi consideraba oportuno que un teólogo y un canonista, sin desempeñar cargos oficiales, ayudaran en sus trabajos a los diputados democristianos en la Constituyente. Efectivamente, una ruptura entre la Democracia Cristiana y la Santa Sede en este momento habría sido un hecho grave sobre todo para la primera: que vería anulado su trabajo paciente para compactar al mundo católico en las filas de la DC, exponiendo, al mismo tiempo, el partido a una abierta desaprobación o desconfianza de las jerarquías vaticanas. Y esto precisamente era lo que no querían los dirigentes democristianos.
A principio de octubre de 1946 Pío XII encargó a los jesuitas de La Civiltà Cattolica que ayudaran a la Santa Sede a formular y explicitar mejor el punto de vista católico sobre las materias de interés moral y religioso de las que se iba a ocupar la Constituyente. En especial debía aconsejarla sobre lo que era posible pedir a la autoridad secular en las materias de interés común, respetando plenamente el derecho de la Iglesia y las reglas internacionales. Durante todo el tiempo que duraron los trabajos de la Constituyente la Santa Sede se interesó vivamente de «dar conocimiento» a los diputados católicos de su punto de vista, y no solamente sobre materias de interés religioso. Hay que recordar, sin embargo, que hubo cuestiones –en realidad no fueron muchas– en las que no coincidieron los puntos de vista de la Santa Sede y de los constituyentes católicos, y otras en las que no había comunión de objetivos ni siquiera entre los mismos constituyentes democristianos. Pero es un hecho que la aportación de las jerarquías vaticanas (por medio de los constituyentes católicos) en el trabajo de redacción de la nueva Carta constitucional de la República fue notable y a veces incluso de valor; a menudo contribuyó a moderar y atenuar, sobre algunas cuestiones importantes de orden social, el “tono radical” que las fuerzas políticas de derechas o de izquierdas querían darle.
El embajador Antonio Meli Lupi di Soragna firma por Italia el Tratado de Paz, París, 10 de febrero de 1947

El embajador Antonio Meli Lupi di Soragna firma por Italia el Tratado de Paz, París, 10 de febrero de 1947

Durante meses las fuerzas políticas –con algunos inevitables roces, que con el tiempo se volvieron cada vez más fuertes– llevaron a cabo el trabajo constitucional con notable sentido de responsabilidad y con gran determinación. La fase más activa del trabajo coincidió con el llamado periodo de “convivencia forzada” entre los partidos de la “triarquía” que funcionó, con altibajos, desde junio de 1946 hasta mayo de 1947: fue en este periodo cuando se debatieron las partes más importantes y delicadas del texto constitucional, las de carácter más ideológico y programático. El tipo de Constitución que al final se aprobó reflejó mucho este «compromiso constituyente», entre fuerzas políticas tan diversas, como de hecho eran la Democracia Cristiana de De Gasperi y el Partido Comunista de Togliatti. Sin embargo, es apreciable el tipo de síntesis, que sabiamente se hizo, entre tradiciones e ideologías tan diferentes, que hace que la Constitución italiana sea una de las más abiertas y avanzadas entre las que fueron promulgadas en aquellos años. La presencia en ella de «normas preceptivas» y de «normas programáticas» marcaba la diferencia entre lo que debía realizarse inmediatamente y lo que debería orientar en el futuro la acción política del gobierno.
Naturalmente este tipo de Constitución fue muy criticada, ya durante la Constituyente, sobre todo por los partidos que no formaban parte de la “triarquía”, tanto de derechas como de izquierdas, que denunciaron su carácter de compromiso tanto entre partidos como entre clases. Los liberales además de criticar el tipo de Constitución adoptada por los constituyentes, consideraron inútil que se introdujeran «normas programáticas», es decir, preceptos de carácter político, porque, como decía Vittorio Emanuele Orlando, la Carta fundamental de un Estado no debe ocuparse del futuro, sino solamente del presente. Criticaron además el carácter «abiertamente ideológico» de la nueva Constitución, su «antifascismo» declarado e invadente, pues se hubiera preferido un texto simplemente «afascista», más técnico y menos doctrinario. Fue muy firme la respuesta que dio Togliatti en la Asamblea constituyente a las objeciones de los liberales. El punto de partida, dijo el líder comunista, era la constatación del fracaso a nivel histórico y civil de la clase dirigente liberal, que no había sabido oponerse a la llegada del fascismo y a la catástrofe nacional consiguiente. Precisamente por esto –decía– había que dar vida a una Carta constitucional que ofreciera garantías para el futuro, de modo que «lo que había sucedido una vez no pudiera repetirse». Por eso se había querido realizar «no una Constitución afascista, sino antifascista». Respondiendo a la acusación, formulada desde distintos sectores, de que la Constitución era el fruto de un compromiso entre los partidos, dijo que la intención era la de crear «unidad» entre las instancias morales más representadas en el país, y por eso se había tratado de «determinar cuál podía ser el terreno común en el que podían confluir corrientes ideológicas y políticas distintas»; y se había hallado, terminaba diciendo, en la «solidaridad humana y social», profesada por las izquierdas y por las fuerzas de inspiración cristiana.
La fase más combativa y laboriosa de todo el trabajo constituyente fue la del debate y aprobación de cada uno de los artículos. Durante esta fase las fuerzas políticas, especialmente las del “tripartito”, hicieron valer el peso de su influjo político, pero tratando de no echar a perder el trabajo realizado hasta entonces por los constituyentes. El llamado compromiso constituyente, inspirado en el principio de la colaboración activa entre las mayores fuerzas políticas y morales del país, sobre cuya base había comenzado y, en buena parte, continuado el trabajo de los constituyentes encargados de escribir la Carta fundamental del Estado, fue puesto a dura prueba. Si no se llegó a un enfrentamiento directo o a una ruptura entre las fuerzas políticas se debe también al realismo y a la clarividencia de los mayores líderes políticos, más interesados a mantener relaciones de colaboración y alianza con el adversario político, que a insistir en algunos principios propios de su tradición ideológica.


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