El recuerdo de la actual comunidad monástica de los Cuatro Santos Coronados
Aquellas hermanas nuestras, tranquilas en la tempestad
la comunidad monástica agustina de los Cuatro Santos Coronados de Roma
«Se oyen voces dolorosas de una Segunda Guerra Mundial que por
desgracia está en los umbrales y de la que se imaginan consecuencias
muy dolorosas […]». Esto encontramos escrito en las
crónicas de nuestra comunidad monástica agustina del
monasterio de los Cuatro Santos Coronados de Roma. Estamos en el año
1940. La guerra llama violentamente también a las puertas del
monasterio, y las monjas apuntan: «Como se siente próximo el
comienzo de la guerra, se ha de pensar en prepararnos un lugar de seguridad
donde refugiarnos». Y poco tiempo después «al sonido de
la sirena, despertadas por el lúgubre sonido nos dirigimos todas al
refugio y en oración esperamos la señal de fuera de peligro.
[…] La tranquilidad ya nadie la conoce».
Desde aquel momento es difícil decir qué
y cómo vivieron nuestras hermanas que aquí transcurrieron
aquellos terribles años de guerra. Lo que queda registrado en
nuestro Memorial permite solo intuir lo que se vivía dentro del
monasterio en aquel grave tiempo de prueba: «Seguimos adelante con
las ansias que nos provocan la gran guerra. Sustos continuos por las
alarmas nocturnas. Privaciones de cosas necesarias». «Nos falta
de todo». El mundo estaba en llamas, el dolor y la violencia se
difundían por doquier y estas mujeres, como todos sus hermanos en
aquel momento, llevaban el peso de una historia mucho más grande que
ellas.
Las monjas que vivieron aquellos años ya no están con nosotras, pero sus narraciones siguen sonando entre estas paredes nuestras. En sus palabras vemos la posibilidad de leer la historia, la de los grandes acontecimientos, que pasa por la experiencia pequeña, personal, escondida y silenciosa, que hace aún más auténtica la vivencia común de los hombres y las mujeres de aquel tiempo.
Para nosotras, que vivimos aquí hoy recogiendo la herencia humana y espiritual de quienes nos precedieron, no es un misterio que entre las paredes de nuestra clausura encontraron refugio políticos, patriotas, quizá desertores y familias enteras judías con abuelos y niños. Nuestras crónicas registran nombres y apellidos de los inesperados huéspedes y antes que nada registran la orden del santo padre Pío XII de abrirles las puertas de la clausura, para protegerles, esconderles, darles de comer salvándoles de la deportación y de muerte segura.
En aquel período la madre priora era sor Maria Rita Saporetti, mujer determinada, inteligente y de espíritu, dotada de gran fe y de una simpatía arrolladora. Ni ella ni la comunidad en su conjunto dejaron de cumplir la tarea delicada que el Papa y la Iglesia les encargaban, llegando incluso a crear un clima de verdadera acogida y familiaridad con todos aquellos que atravesaban los umbrales de la clausura buscando refugio.
¡Se compartía lo poco que había de comer «haciendo milagros»! Hombre y mujeres a quienes se les vestían con ropa religiosa cuando era necesario, tapados y llevados al huerto como si fueran verdaderas monjas trabajando. Algunos colaboraban en el servicio del altar y en la sacristía. A muchos, con el directo interés de la activa madre Rita, pariente de un empleado del Ayuntamiento, se le consiguieron documentos de identidad falsos y nombres nuevos para familias enteras.
El riesgo de ser descubiertas era siempre muy alto y los temores se hicieron más fuertes tras difundirse la noticia de la irrupción de las SS en el convento benedictino de la Basílica de San Pablo.
En una sala interna del monasterio se conserva todavía hoy una trampilla que se abre hacia un estrecho local subterráneo; casi ninguna de nosotras le presta ya atención, pero sabemos que aquel era el lugar elegido como escondite donde llevar a los refugiados en caso de que registraran la casa.
Pero cuando se presentaron ante la reja de la portería dos oficiales de las SS, la determinación de la madre y de las monjas no se dejó vencer por sus prepotentes argumentos de persuasión y la clausura no fue violada. El susto fue grande y las monjas, cuya mejor arma, como se sabe, es la oración, contaban orgullosamente que se habían salido con la suya con gran gozo y alivio para todos. Aquel día fue fiesta.
Hoy sonreímos afectuosamente leyendo la lista más bien curiosa de todo lo que se puso bajo el cuidado de las monjas: coches, motocicletas, camiones, caballos, vacas, papel, bicicletas […], muebles, ropa […]; todo tenía valor y todo se escondía cuidadosamente para salvaguardar a este pobre gente perseguida para despojarlos de todos sus bienes por los alemanes.
Fueron años difíciles para todos, qué duda cabe; el dolor, la desorientación y la incertidumbre por el futuro parecían ser los únicos protagonistas de la vida cotidiana del tiempo.
Y sin embargo, aquí, entre estas altas paredes, para muchas la vida volvía a adquirir su dignidad; historias de fe reencontrada, de amistad, de fraternal cercanía y solidaridad se entremezclaban en la sencillez de una vida de silencio y oración compartida en una comunión que venció sobre todos los miedos.
Estos son los recuerdos más hermosos.
La comunidad monástica agustina
de los Cuatro Santos Coronados de Roma
Sor Emilia Umeblo
Las monjas que vivieron aquellos años ya no están con nosotras, pero sus narraciones siguen sonando entre estas paredes nuestras. En sus palabras vemos la posibilidad de leer la historia, la de los grandes acontecimientos, que pasa por la experiencia pequeña, personal, escondida y silenciosa, que hace aún más auténtica la vivencia común de los hombres y las mujeres de aquel tiempo.
Para nosotras, que vivimos aquí hoy recogiendo la herencia humana y espiritual de quienes nos precedieron, no es un misterio que entre las paredes de nuestra clausura encontraron refugio políticos, patriotas, quizá desertores y familias enteras judías con abuelos y niños. Nuestras crónicas registran nombres y apellidos de los inesperados huéspedes y antes que nada registran la orden del santo padre Pío XII de abrirles las puertas de la clausura, para protegerles, esconderles, darles de comer salvándoles de la deportación y de muerte segura.
En aquel período la madre priora era sor Maria Rita Saporetti, mujer determinada, inteligente y de espíritu, dotada de gran fe y de una simpatía arrolladora. Ni ella ni la comunidad en su conjunto dejaron de cumplir la tarea delicada que el Papa y la Iglesia les encargaban, llegando incluso a crear un clima de verdadera acogida y familiaridad con todos aquellos que atravesaban los umbrales de la clausura buscando refugio.
¡Se compartía lo poco que había de comer «haciendo milagros»! Hombre y mujeres a quienes se les vestían con ropa religiosa cuando era necesario, tapados y llevados al huerto como si fueran verdaderas monjas trabajando. Algunos colaboraban en el servicio del altar y en la sacristía. A muchos, con el directo interés de la activa madre Rita, pariente de un empleado del Ayuntamiento, se le consiguieron documentos de identidad falsos y nombres nuevos para familias enteras.
El riesgo de ser descubiertas era siempre muy alto y los temores se hicieron más fuertes tras difundirse la noticia de la irrupción de las SS en el convento benedictino de la Basílica de San Pablo.
En una sala interna del monasterio se conserva todavía hoy una trampilla que se abre hacia un estrecho local subterráneo; casi ninguna de nosotras le presta ya atención, pero sabemos que aquel era el lugar elegido como escondite donde llevar a los refugiados en caso de que registraran la casa.
Pero cuando se presentaron ante la reja de la portería dos oficiales de las SS, la determinación de la madre y de las monjas no se dejó vencer por sus prepotentes argumentos de persuasión y la clausura no fue violada. El susto fue grande y las monjas, cuya mejor arma, como se sabe, es la oración, contaban orgullosamente que se habían salido con la suya con gran gozo y alivio para todos. Aquel día fue fiesta.
Hoy sonreímos afectuosamente leyendo la lista más bien curiosa de todo lo que se puso bajo el cuidado de las monjas: coches, motocicletas, camiones, caballos, vacas, papel, bicicletas […], muebles, ropa […]; todo tenía valor y todo se escondía cuidadosamente para salvaguardar a este pobre gente perseguida para despojarlos de todos sus bienes por los alemanes.
Fueron años difíciles para todos, qué duda cabe; el dolor, la desorientación y la incertidumbre por el futuro parecían ser los únicos protagonistas de la vida cotidiana del tiempo.
Y sin embargo, aquí, entre estas altas paredes, para muchas la vida volvía a adquirir su dignidad; historias de fe reencontrada, de amistad, de fraternal cercanía y solidaridad se entremezclaban en la sencillez de una vida de silencio y oración compartida en una comunión que venció sobre todos los miedos.
Estos son los recuerdos más hermosos.
La comunidad monástica agustina
de los Cuatro Santos Coronados de Roma