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LA HISTORIA DE JOSEPH...
Sacado del n. 08 - 2006

Parecía la estación de llegada y sin embargo...


Los ex alumnos cuentan el último período de docencia de Ratzinger en la Universidad bávara recién inaugurada. Rodeado del aprecio de los estudiantes y del cariño de sus hermanos, el profesor de Teología Dogmática cree haber alcanzado una situación ideal. Pero Pablo VI dará al traste con sus proyectos


por Gianni Valente


Una foto panorámica de Ratisbona y el Danubio

Una foto panorámica de Ratisbona y el Danubio

En Ratisbona se vive bien. El Danubio fluye lentamente, las callejuelas del centro urbano con sus torres patricias, que son isla peatonal, los cantos litúrgicos de los Regensburger Domspatzen, el coro de los “gorriones de la Catedral” que acompaña las misas solemnes en la Catedral gótica de San Pedro: todo contribuye a la vital y tranquila urbanidad, herencia de épocas importantes, que es el rostro relajado y amable de la que llaman la civilización europea de Occidente. Un toque de gracia ordinaria, quizá acentuado por el destino que más de una vez ha transformado a la ciudad en una avanzadilla, una especie de escolta cercana a la frontera con otros mundos. Cuando los romanos la fundaron, la antigua Castra Regina escuchaba las indescifrables lenguas de los celtas, antes de que otras gentes llegadas del este hicieran añicos el Imperio. En la segunda mitad del pasado siglo, a menos de ochenta quilómetros de la ciudad bávara pasaba la frontera con Checoslovaquia, es decir, el umbral que separaba a Occidente de aquel mundo “otro” que era el socialismo real.
En 1968, en la cercana Praga, la primavera de Dubcek fue aniquilada por los tanques soviéticos, mientras también en las universidades de Occidente la revuelta de los hijos de la burguesía va de la mano de la subversión marxista del orden social. El año anterior el Estado libre de Baviera inauguró precisamente en Ratisbona su cuarta Universidad, y según algunos la nueva Facultad de Teología debería tener como misión específica precisamente la oposición al universo comunista: había que hacer algo, analizar con rigor teológico teutón los acontecimientos de la historia que muchos en la Iglesia comienzan a interpretar como avisos del Apocalipsis, crujidos de un mundo que está a punto de desmoronarse. También están los que quisieran darle desde un principio la cátedra de Teología Dogmática de la nueva Facultad al profesor Joseph Ratzinger. El brillante y estimado teólogo del Concilio ha dejado en el 66 la Facultad teológica de Münster y ha aceptado la “llamada” de la Facultad de Tubinga precisamente para acercarse a su Heimat, la tierra natal bávara que a él –y sobre todo a su hermana, que le cuida con cariño maternal– le sigue provocando una fuerte nostalgia. Heinrich Schlier, el gran exégeta católico procedente del luteranismo, amigo de Ratzinger desde los años en que ambos enseñaban en Bonn, le ha advertido: «Profesor, mire que Tubinga no es Baviera». Joseph y su hermana María se dan cuenta enseguida. Pero la posibilidad de trasladarse a Ratisbona ya en 1967, tras la apertura de la nueva Universidad, es una tentación a la que Ratzinger se resiste al principio: acaba de llegar tras un difícil traslado a la prestigiosa ciudadela teológica sueva, y sobre todo no le atrae ni pizca la idea de tener que meterse en todos los problemas técnico-logísticos típicos de las fases de rodaje de las nuevas instituciones académicas. Así que la cátedra ratisbonense de Dogmática se le da a Johann Auer, un colega suyo de la época de Bonn. Pero dos años después, a comienzos del 69, todo cambia. En Tubinga la convulsión rebelde ha saboteado también en la Facultad teológica las prácticas ordinarias de la vida universitaria: clases, exámenes, reuniones académicas se han convertido en un campo de batalla. «Personalmente yo no tenía problemas con los estudiantes. Pero vi realmente cómo se ejercía la tiranía, incluso brutalmente», dirá de aquel período en el libro-entrevista La sal de la tierra. «A comienzos del 69», cuenta Peter Kuhn, que entonces era asistente de Ratzinger, «me vi con Schlier. Me preguntó cómo se encontraba en Tubinga nuestro “jefe”. Respondí que las cosas no iban para nada bien. Él me dijo: “En Ratisbona han decidido crear una segunda cátedra de Dogmática. Yo conozco mucho al profesor Franz Mussner, que enseña Exégesis del Nuevo Testamento. Le podría decir que Ratzinger ha cambiado de idea y que le podría interesar una llamada de ellos”. “Profesor”, le dije yo, “lo que pueda hacer, hágalo inmediatamente”». Así fue cómo ya tras el verano del 69 el profesor Ratzinger llega a lo que entonces imagina que iba a ser su meta “profesional” definitiva. «Quería desarrollar mi teología en un contexto menos agitado y no quería verme implicado en continuas polémicas», escribirá en su autobiografía para justificar su “fuga” de Tubinga. Según su ex alumno Martin Bialas, hoy rector de la casa de los pasionistas cercana a Ratisbona, las razones eran otras: «Su hermano Georg se había convertido en el director de los Domspatzen. Trasladarse a Ratisbona quería decir que los tres hermanos Ratzinger podrían vivir por fin juntos. Estoy seguro de que fue esta la razón decisiva de su llegada aquí, y no las polémicas teológicas». En Pentling, donde se va a vivir con su hermana y donde en el 72 se construirá un chalet con jardín, don Joseph Ratzinger dice misa todos los días, incluido el domingo. Su hermana está siempre a su lado. «Ahí llegan José y María», dicen de broma los parroquianos en cuanto los ven aparecer por el camino que lleva a la iglesia.

Ratzinger el ecuménico
Fueran cuales fueran los motivos principales de su traslado, para Ratzinger empieza en Ratisbona una nueva aventura. La Facultad teológica sustituye a la Escuela de Altos Estudios filosófico-teológicos diocesana y en sus primeros tiempos hereda también su vieja sede, que estaba desde 1803 en el claustro de los dominicos, el mismo de san Alberto Magno. Bien pronto todas las actividades académicas serán trasladadas a los edificios de la nueva sede, en la periferia de la ciudad. Para llegar hasta la Universidad Ratzinger normalmente utiliza el transporte público. A veces le lleva algún alumno o colaborador en sus coches más bien destartalados: el Citroen 2 caballos de Kuhn, el más serio Opel Kadett de Wolfgang Beinert.
La nueva Facultad teológica es como una tabula rasa. No cuenta con la gran historia de Tubinga, pero esto tiene también sus ventajas: se puede trabajar en plena libertad, sin estar demasiado condicionados por un pasado agobiante. En comparación con el caos de la rebelión estudiantil de Tubinga parece una isla de tranquilidad. Pero desde luego no puede ser descrita como el búnker de la resistencia reaccionaria contra los desvíos de la teología posconciliar. Entre los estudiantes los lemas de la movilización política son los mismos que en los demás lugares: «Por la victoria del pueblo vietnamita», reza una consigna en letras mayúsculas rojas en las paredes del comedor universitario. Todo el cuerpo docente de la Facultad es de reciente contratación. Los perfiles y la sensibilidad teológica de los profesores son distintos, e incluso opuestos. Los dos extremos están representados por el viejo Auer, de planteamiento escolástico, y por Norbert Schiffers, el docente de Teología Fundamental cercano a la Teología de la Liberación. «A decir verdad», confiesa Martin Bialas, «se decía que el obispo de Ratisbona, Rudolf Graber, consideraba también al profesor Ratzinger un poco “modernista”, y estaba preocupado por su llegada a la Facultad. Pero no lo vetó, como hubiera podido». En efecto, todas las decisiones e iniciativas que llevará a cabo el profesor bávaro a partir de entonces –temas y método de enseñanza, participación en la vida de la facultad, tomas de postura públicas– no parecen cuadrar con el cliché de tránsfuga conservador, o de teólogo conciliar arrepentido.
Joseph Ratzinger en una foto de 1971

Joseph Ratzinger en una foto de 1971

No hay más que ver los títulos de los cursos y seminarios para darnos cuenta de que la actualidad eclesial y teológica, así como el diálogo ecuménico con las demás confesiones cristianas están siempre presentes en los intereses del profesor. En el 73 el seminario principal se concentra en los textos de la sesión plenaria del Consejo ecuménico de las Iglesias, sección “Fe y Constitución”, en la que Ratzinger toma parte junto con el otro teólogo alemán Walter Kasper. En el semestre invernal 73-74 el curso principal de Cristología lleva paralelo un seminario que repasa todas las “novedades” teológicas producidas en aquel campo por autores contemporáneos, como Rahner, Moltmann, Schoonenberg, Pannenberg. En el 74 el curso de Eclesiología lleva paralelo un seminario completamente centrado en la Lumen gentium, la constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II. En el 76 el seminario principal afronta la posibilidad de reconocimiento por parte de la Iglesia católica de la Confessio Augustana, la fórmula de fe redactada por el luterano Felipe Melanchton. El seminario valora las argumentaciones a favor de ese reconocimiento sostenidas por el alumno de Ratzinger, Vinzenz Pfnür, que el maestro parece compartir. También el método es el de afrontar directamente y sin tabúes los temas problemáticos. Como ha contado en el libro Benedict XVI: The Conscience of Our Age. A Theological Portrait el verbita Vincent Twomey, alumno suyo en los años de Ratisbona, «al comenzar cada semestre, los estudiantes de todos los años y de varias disciplinas se reunían en una de las salas de lectura más grandes para escuchar ensimismados las lecturas introductivas de Joseph Ratzinger. Cualquiera que fuera el tratado que tuviera que afrontar en aquel semestre (creación, cristología o eclesiología), él comenzaba situando la materia en primer lugar en el contexto cultural y contemporáneo y luego dentro de las investigaciones teológicas más recientes, para luego ofrecer su propio examen original, docto y sistemático del tema». El único requisito requerido a sus estudiantes es mantener despierto el espíritu crítico incluso frente a los nuevos conformismos. Cuenta el otro ex alumno ratzingeriano Joseph Zöhrer, hoy docente de teología en la alta Escuela de Estudios Pedagógicos de Friburgo: «Reaccionaba con sutil ironía cuando en la discusión se usaban argumentos no analizados suficientemente. Una vez un estudiante sostenía una tesis justificándola con una simple cita del teólogo Karl Rahner. Ratzinger le aguijoneó: “Es singular”, dijo, “que después de haber declarado legítimamente el escepticismo hacia la fórmula ‘Roma locuta causa finita’, ahora se pase sin pestañear a la fórmula ‘Rahner locuto causa finita’”…».
Con respecto a sus colegas, Ratzinger tiene sus preferencias. Se siente especialmente en sintonía con los exegetas Mussner y Gross. Pero sigue manteniendo su actitud reservada, no participa en camarillas académicas, no polariza sobre sí sentimientos conflictivos. «Por índole», explica Bialas, «no es polémico, no es alguien a quien le guste la lucha. Por eso siempre me ha parecido que sufrió durante los veinticinco años que tuvo que llevar adelante la misión que le encargó el papa Wojty al frente del ex Santo Oficio». En Ratisbona también los demás profesores se aprovechan de su índole placentera, que es cómoda cuando se buscan compromisos en las diatribas académicas. Por esto también lo nombran primero decano de la Facultad y luego incluso prorrector de la Universidad. Con este cargo también él contribuye a desestimar hábilmente las peticiones de cursos base de marxismo promocionadas sobre todo por los estudiantes y por el personal administrativo en los órganos representativos de gestión de la Universidad.

A clases de pensamiento libre
Las clases de Ratzinger son las más abarrotadas de la Facultad. Le siguen normalmente entre 150 y 200 estudiantes. Pero lo que impresiona –y provoca celos– es sobre todo el grupo cada vez más numeroso de alumnos procedentes de toda Alemania y de todo el mundo que quieren hacer con él el doctorado o la habilitación a la enseñanza universitaria. Un cenáculo que por iniciativa de Peter Kuhn, Wolfgang Beinert y el religioso de los Scönstatt, Michael Marmann, ha inaugurado ya en Tubinga sus reglas organizativas, pero que vive su época de oro en los años setenta.
Joseph Ratzinger con Hans Maier, ministro de Educación de Baviera, 
y el abad Augustin Mayer, hoy cardenal, en una pausa durante el Sínodo de Würzburg de 1971

Joseph Ratzinger con Hans Maier, ministro de Educación de Baviera, y el abad Augustin Mayer, hoy cardenal, en una pausa durante el Sínodo de Würzburg de 1971

Ratzinger interpreta de manera atípica su papel de Doktorvater, la figura del “profesor-padre” codificada por la tradición académica alemana. No sigue a sus doctorandos individualmente, no tendría tiempo: su Schülerkreis (círculo de estudiantes) es demasiado numeroso, se acercan casi siempre a los 25. Los reúne a todos juntos en encuentros fijados por lo general el sábado por la mañana, cada dos semanas, en el seminario diocesano de Ratisbona. La media jornada de convivencia extra moenia Universitatis se abre siempre con la misa. Luego, cada vez, cada uno de los estudiantes hacen a turno una relación sobre el progreso de sus investigaciones y la someten al juicio crítico de los demás. La vastedad de los temas afrontados por las tesis asignadas –San Ireneo, Nietzsche, la teología medieval, Camus, el Concilio de Trento, los filósofos personalistas– es una confirmación indirecta de la apertura. «Algunos de entre nosotros, los alumnos», explica Bialas, «de vez en cuando acariciaban la idea de estructurar una escuela teológica ratzingeriana. Pero el primero que daba al traste con estas veleidades era el profesor. Decía siempre que él no tenía ninguna teología “suya” particular». «La discusión», recuerda Twomey, «estaba a la orden del día. Sobre cada uno de los argumentos el profesor analizaba todas las objeciones, tanto las históricas como las de los teólogos contemporáneos, y se tomaba en serio todas las opiniones y las hipótesis, incluso las del último de la fila». El toque “mayéutico” con el que guía el debate le permite reducir al mínimo sus intervenciones. Adopta una actitud de imparcialidad super partes incluso frente a las controversias que nacen, estimuladas por este modo democrático-asambleario de dirigir el Doktoranden-Colloquium. «Con todo el abanico de opiniones teológicas representadas dentro del grupo», explica Twomey, «era inevitable cierta tensión». Y en efecto el Schülerkreis ratzingeriano no se parece para nada a un think tank de pensamiento único teológico, o a la fábrica de clones confeccionados a medida del maestro: ni mucho menos a una camarilla de trepas de academia. Está formado por futuros monseñores de la Curia romana, pero también por graciosas y tímidas muchachas coreanas; ecumenistas no arrepentidos, junto a religiosos austeros y generosos que pasarán su vida en las misiones. En los años siguientes, más de uno de aquellos teólogos todavía verdes –como Hansjürgen Verweyen y Beinert– adoptarán posiciones muy distintas de las que su antiguo maestro sobre cuestiones teológicas debatidas como el sacerdocio femenino y la decisión de formular un Catecismo único para toda la Iglesia católica. «Pensándolo hoy», admite Zöhrer, «me asombra la libertad de la que gozábamos. Sobre todo ahora que he sabido que otros Doktorvater con fama de ser muy liberales les apretaban las correas a sus alumnos, hasta incluso castigarles en cuanto afloraba algún desacuerdo sobre los contenidos…».
Ya en la época de Tubinga el círculo inaugura la costumbre de organizar cada fin de semestre encuentros con profesores y teólogos famosos fuera de la Facultad. Así es como a lo largo de los años el Doktorvater de pelo ya cano y sus escolares tendrán la ocasión de verse y dialogar con todos los grandes del panorama teológico posconciliar: Yves Congar, Karl Rahner, Hans Urs von Balthasar, Schlier, Walter Kasper, Wolfhart Pannenberg, hasta el exégeta protestante Martin Hengel. Ocasiones únicas, que llenarán la memoria colectiva de recuerdos agradables y emblemáticos.Como aquella vez que el grupo salió de Tubinga con destino Basilea para ver al gran teólogo protestante Karl Barth. «Por una afortunada coincidencia», cuenta Kuhn, «llegamos precisamente cuando él, que era ya profesor emérito, estaba haciendo un seminario con sus alumnos sobre la Dei Verbum, la Constitución del Concilio Vaticano II sobre las fuentes de la Revelación divina. Nos unimos a ellos y nos sorprendió la seriedad con la que Barth y aquel grupo de estudiosos protestantes profundizaban en aquel tema que en los círculos católicos a menudo se afrontaba con increíble superficialidad. Barth estaba lleno de curiosidad. Era él quien le hacía preguntas a nuestro profesor, que era mucho más joven, con actitud de gran deferencia». En el encuentro con Balthasar, en cambio, algunos estudiantes le contestaron al gran teólogo suizo su teoría sobre el infierno vacío. Y a él le sentó bastante mal.

Teólogos de centro
Ratzinger durante los trabajos de la Conferencia episcopal alemana en Stapelfeld, en marzo de 1971

Ratzinger durante los trabajos de la Conferencia episcopal alemana en Stapelfeld, en marzo de 1971

La libertad y el gusto de confrontarse a cara descubierta incluso con sensibilidades y planteamientos lejanos de los propios no puede interpretarse como una especie de relativismo teológico. En los enfrentamientos que agitan a la Iglesia de aquellos años Ratzinger no se esconde en su isla feliz de Ratisbona. Pese a seguir siendo fiel a su estilo poco amigo de lanzar anatemas, toma una clara postura en el conflicto que divide a “la internacional de los teólogos” que habían participado juntos en la aventura conciliar. La fractura tiene lugar también dentro de la Comisión Teológica Internacional, creada en el 69 por Pablo VI a propuesta del primer Sínodo de los Obispos, de la que Ratzinger forma parte desde un principio. Allí es donde el profesor bávaro está de parte de aquéllos –Balthasar, Henri De Lubac, Marie-Jean Le Guillou, Louis Bouyer, el chileno Jorge Medina Estévez– según los cuales el frenesí de “revolución permanente” que ha contagiado a buena parte de los ambientes teológico-académicos es una desnaturalización, una caricatura de la reforma indicada por el Concilio Vaticano II. También dentro del organismo de creación pontificia las discusiones son lacerantes. Como anota el propio Ratzinger en su autobiografía, «Rahner y Feiner, el ecumenista suizo, al final abandonaron la Comisión, que a su juicio no llegaba nunca a nada, porque no estaba dispuesta a adherirse en su mayoría a las tesis radicales». El final del “frente unido” de los teólogos del post Concilio fue ratificado, en lo que concierne a los instrumentos editoriales, por el nacimiento en el 72 de la revista Communio. La patrocina precisamente Balthasar como polo de atracción para todos los ambientes teológicos lejanos del radicalismo de Concilium, la revista internacional –que cuenta a Ratzinger entre sus fundadores– surgida en 1965 como instrumento unitario de la tutela que precisamente el lobby de los teólogos, galvanizado por el papel-guía asumido en el Concilio, habría debido ejercer en la realización del programa conciliar. El profesor bávaro se implica desde el principio en el proyecto, que halla enseguida una «telaraña» (como la define el propio Balthasar) de sostenedores internacionales interesados. Entre los más solícitos a la hora de inscribirse en el nuevo frente teológico están algunos «prometedores jóvenes de Comunión y Liberación» (así los define Ratzinger en su autobiografía), entre los que están el actual patriarca de Venecia, Angelo Scola. En el comité de redacción de la Edición alemana entra a formar parte Hans Maier, ministro de Educación de Baviera. A partir del 74 se multiplican las ediciones en otras lenguas: la estadounidense, la francesa, la chilena, la polaca, la portuguesa, la brasileña… En los ochenta y noventa, casi todos los componentes de la numerosa patrulla de teólogos que el papa Wojtyla llama al episcopado –para luego hacer entrar a muchos de ellos en el Sacro Colegio cardenalicio– proceden del vivero de Communio: los alemanes Karl Lehmann y Kasper, el suizo Eugenio Corecco –fallecido en 1995–, el brasileño Karl Romer, el belga André Mutien Léonard, el italiano de Comunión y Liberación Scola, el chileno Medina Estévez, el canadiense Marc Ouellet, el dominico austriaco Christoph Schönborn (que también forma parte del Schülerkreis ratzingeriano, pues asistió durante un par de semestres a las clases del profesor bávaro precisamente en Ratisbona). En 1992, celebrando el 20 aniversario de Communio, Ratzinger hará un balance personal de aquella experiencia colectiva evitando la autocelebración: «¿Tuvimos suficiente valor, o nos escudamos en erudiciones teológicas para demostrar, quizá de manera excesiva, que también nosotros estamos a la altura de la situación? ¿Hemos trasmitido realmente a un mundo hambriento la palabra de la fe de un modo comprensible y capaz de llegar al corazón de los hombres, o nos hemos quedado dentro del estrecho círculo de quienes matan el tiempo con el lenguaje especialista, pasándose la pelota unos a otros?».

La invitación sigue en pie
«La sensación de adquirir cada vez más claramente mi propia visión teológica», escribe Ratzinger en la autobiografía, «fue la experiencia más hermosa de los años de Ratisbona». Pese a la amargura por los tremendos conflictos eclesiales, a mediados de los setenta el teólogo casi cincuentenario ya saborea los gozos ordinarios de la que se la aparece como la estación de llegada de su peregrinación académica: vivir en su Baviera, disfrutar del cariño de hermanos tan queridos, poder llevarles flores a sus padres, que reposan en el cementerio de cerca de casa. Y trabajar en lo que más le gusta. Durante toda su existencia no quiso hacer nada más que esto: estudiar y enseñar teología, rodeado de un grupo de colaboradores libres y apasionados, con la esperanza de transmitirles a los estudiantes que vienen a oírle de todo el mundo el gusto de recabar dones siempre nuevos de los Padres de la Iglesia, de la divina liturgia y de todo el tesoro de la Tradición. Por eso, en el verano de 1976, cuando muere repentinamente el cardenal arzobispo de Múnich, Julius Döpfner, Ratzinger no se toma en serio las voces que comienzan a circular indicándole como uno de los candidatos a la sucesión: «Los límites de mi salud eran tan conocidos como mi poca afición a tareas de gobierno y administración», sigue escribiendo en su autobiografía. En cambio, Pablo VI le nombrará precisamente a él.
Reinhard Richardi, que en aquellos años era profesor de la Facultad de Jurisprudencia y entabló una fuerte amistad con Ratzinger que sigue durando todavía, cuenta a 30Días: «La sorpresa fue mucha. Evidentemente Pablo VI le apreciaba, veía en él a un gran teólogo en la línea de la reforma conciliar, y le quería implicar en la guía de la Iglesia. Se comprendió también por la prontitud con la que le creó cardenal sólo algunos meses después de haberle nombrado arzobispo. Ahora, viéndolo como sucesor suyo en el trono de Pedro, quizá diría: estaba seguro de que el Señor dirigiría su mirada hacia él». Pero el futuro Benedicto XVI no pensaba entonces realmente en estas cosas. Cuenta Richardi: «Recuerdo bien cuando se difundió la noticia de su nombramiento como sucesor de Döpfner. Precisamente aquel día mi mujer, mis niños y yo estábamos invitados a su casa. Nos llamó por teléfono y nos dijo: aunque me hayan hecho obispo, la invitación sigue en pie. Nos vemos más tarde».

(Ha colaborado Pierluca Azzaro)






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