Parecía la estación de llegada y sin embargo...
Los ex alumnos cuentan el último período de docencia de Ratzinger en la Universidad bávara recién inaugurada. Rodeado del aprecio de los estudiantes y del cariño de sus hermanos, el profesor de Teología Dogmática cree haber alcanzado una situación ideal. Pero Pablo VI dará al traste con sus proyectos
por Gianni Valente
Una foto panorámica de Ratisbona y el Danubio
En 1968, en la cercana Praga, la primavera de Dubcek fue aniquilada por los tanques soviéticos, mientras también en las universidades de Occidente la revuelta de los hijos de la burguesía va de la mano de la subversión marxista del orden social. El año anterior el Estado libre de Baviera inauguró precisamente en Ratisbona su cuarta Universidad, y según algunos la nueva Facultad de Teología debería tener como misión específica precisamente la oposición al universo comunista: había que hacer algo, analizar con rigor teológico teutón los acontecimientos de la historia que muchos en la Iglesia comienzan a interpretar como avisos del Apocalipsis, crujidos de un mundo que está a punto de desmoronarse. También están los que quisieran darle desde un principio la cátedra de Teología Dogmática de la nueva Facultad al profesor Joseph Ratzinger. El brillante y estimado teólogo del Concilio ha dejado en el 66 la Facultad teológica de Münster y ha aceptado la “llamada” de la Facultad de Tubinga precisamente para acercarse a su Heimat, la tierra natal bávara que a él –y sobre todo a su hermana, que le cuida con cariño maternal– le sigue provocando una fuerte nostalgia. Heinrich Schlier, el gran exégeta católico procedente del luteranismo, amigo de Ratzinger desde los años en que ambos enseñaban en Bonn, le ha advertido: «Profesor, mire que Tubinga no es Baviera». Joseph y su hermana María se dan cuenta enseguida. Pero la posibilidad de trasladarse a Ratisbona ya en 1967, tras la apertura de la nueva Universidad, es una tentación a la que Ratzinger se resiste al principio: acaba de llegar tras un difícil traslado a la prestigiosa ciudadela teológica sueva, y sobre todo no le atrae ni pizca la idea de tener que meterse en todos los problemas técnico-logísticos típicos de las fases de rodaje de las nuevas instituciones académicas. Así que la cátedra ratisbonense de Dogmática se le da a Johann Auer, un colega suyo de la época de Bonn. Pero dos años después, a comienzos del 69, todo cambia. En Tubinga la convulsión rebelde ha saboteado también en la Facultad teológica las prácticas ordinarias de la vida universitaria: clases, exámenes, reuniones académicas se han convertido en un campo de batalla. «Personalmente yo no tenía problemas con los estudiantes. Pero vi realmente cómo se ejercía la tiranía, incluso brutalmente», dirá de aquel período en el libro-entrevista La sal de la tierra. «A comienzos del 69», cuenta Peter Kuhn, que entonces era asistente de Ratzinger, «me vi con Schlier. Me preguntó cómo se encontraba en Tubinga nuestro “jefe”. Respondí que las cosas no iban para nada bien. Él me dijo: “En Ratisbona han decidido crear una segunda cátedra de Dogmática. Yo conozco mucho al profesor Franz Mussner, que enseña Exégesis del Nuevo Testamento. Le podría decir que Ratzinger ha cambiado de idea y que le podría interesar una llamada de ellos”. “Profesor”, le dije yo, “lo que pueda hacer, hágalo inmediatamente”». Así fue cómo ya tras el verano del 69 el profesor Ratzinger llega a lo que entonces imagina que iba a ser su meta “profesional” definitiva. «Quería desarrollar mi teología en un contexto menos agitado y no quería verme implicado en continuas polémicas», escribirá en su autobiografía para justificar su “fuga” de Tubinga. Según su ex alumno Martin Bialas, hoy rector de la casa de los pasionistas cercana a Ratisbona, las razones eran otras: «Su hermano Georg se había convertido en el director de los Domspatzen. Trasladarse a Ratisbona quería decir que los tres hermanos Ratzinger podrían vivir por fin juntos. Estoy seguro de que fue esta la razón decisiva de su llegada aquí, y no las polémicas teológicas». En Pentling, donde se va a vivir con su hermana y donde en el 72 se construirá un chalet con jardín, don Joseph Ratzinger dice misa todos los días, incluido el domingo. Su hermana está siempre a su lado. «Ahí llegan José y María», dicen de broma los parroquianos en cuanto los ven aparecer por el camino que lleva a la iglesia.
Ratzinger el ecuménico
Fueran cuales fueran los motivos principales de su traslado, para Ratzinger empieza en Ratisbona una nueva aventura. La Facultad teológica sustituye a la Escuela de Altos Estudios filosófico-teológicos diocesana y en sus primeros tiempos hereda también su vieja sede, que estaba desde 1803 en el claustro de los dominicos, el mismo de san Alberto Magno. Bien pronto todas las actividades académicas serán trasladadas a los edificios de la nueva sede, en la periferia de la ciudad. Para llegar hasta la Universidad Ratzinger normalmente utiliza el transporte público. A veces le lleva algún alumno o colaborador en sus coches más bien destartalados: el Citroen 2 caballos de Kuhn, el más serio Opel Kadett de Wolfgang Beinert.
La nueva Facultad teológica es como una tabula rasa. No cuenta con la gran historia de Tubinga, pero esto tiene también sus ventajas: se puede trabajar en plena libertad, sin estar demasiado condicionados por un pasado agobiante. En comparación con el caos de la rebelión estudiantil de Tubinga parece una isla de tranquilidad. Pero desde luego no puede ser descrita como el búnker de la resistencia reaccionaria contra los desvíos de la teología posconciliar. Entre los estudiantes los lemas de la movilización política son los mismos que en los demás lugares: «Por la victoria del pueblo vietnamita», reza una consigna en letras mayúsculas rojas en las paredes del comedor universitario. Todo el cuerpo docente de la Facultad es de reciente contratación. Los perfiles y la sensibilidad teológica de los profesores son distintos, e incluso opuestos. Los dos extremos están representados por el viejo Auer, de planteamiento escolástico, y por Norbert Schiffers, el docente de Teología Fundamental cercano a la Teología de la Liberación. «A decir verdad», confiesa Martin Bialas, «se decía que el obispo de Ratisbona, Rudolf Graber, consideraba también al profesor Ratzinger un poco “modernista”, y estaba preocupado por su llegada a la Facultad. Pero no lo vetó, como hubiera podido». En efecto, todas las decisiones e iniciativas que llevará a cabo el profesor bávaro a partir de entonces –temas y método de enseñanza, participación en la vida de la facultad, tomas de postura públicas– no parecen cuadrar con el cliché de tránsfuga conservador, o de teólogo conciliar arrepentido.
Joseph Ratzinger en una foto de 1971
Con respecto a sus colegas, Ratzinger tiene sus preferencias. Se siente especialmente en sintonía con los exegetas Mussner y Gross. Pero sigue manteniendo su actitud reservada, no participa en camarillas académicas, no polariza sobre sí sentimientos conflictivos. «Por índole», explica Bialas, «no es polémico, no es alguien a quien le guste la lucha. Por eso siempre me ha parecido que sufrió durante los veinticinco años que tuvo que llevar adelante la misión que le encargó el papa Wojty al frente del ex Santo Oficio». En Ratisbona también los demás profesores se aprovechan de su índole placentera, que es cómoda cuando se buscan compromisos en las diatribas académicas. Por esto también lo nombran primero decano de la Facultad y luego incluso prorrector de la Universidad. Con este cargo también él contribuye a desestimar hábilmente las peticiones de cursos base de marxismo promocionadas sobre todo por los estudiantes y por el personal administrativo en los órganos representativos de gestión de la Universidad.
A clases de pensamiento libre
Las clases de Ratzinger son las más abarrotadas de la Facultad. Le siguen normalmente entre 150 y 200 estudiantes. Pero lo que impresiona –y provoca celos– es sobre todo el grupo cada vez más numeroso de alumnos procedentes de toda Alemania y de todo el mundo que quieren hacer con él el doctorado o la habilitación a la enseñanza universitaria. Un cenáculo que por iniciativa de Peter Kuhn, Wolfgang Beinert y el religioso de los Scönstatt, Michael Marmann, ha inaugurado ya en Tubinga sus reglas organizativas, pero que vive su época de oro en los años setenta.
Joseph Ratzinger con Hans Maier, ministro de Educación de Baviera, y el abad Augustin Mayer, hoy cardenal, en una pausa durante el Sínodo de Würzburg de 1971
Ya en la época de Tubinga el círculo inaugura la costumbre de organizar cada fin de semestre encuentros con profesores y teólogos famosos fuera de la Facultad. Así es como a lo largo de los años el Doktorvater de pelo ya cano y sus escolares tendrán la ocasión de verse y dialogar con todos los grandes del panorama teológico posconciliar: Yves Congar, Karl Rahner, Hans Urs von Balthasar, Schlier, Walter Kasper, Wolfhart Pannenberg, hasta el exégeta protestante Martin Hengel. Ocasiones únicas, que llenarán la memoria colectiva de recuerdos agradables y emblemáticos.Como aquella vez que el grupo salió de Tubinga con destino Basilea para ver al gran teólogo protestante Karl Barth. «Por una afortunada coincidencia», cuenta Kuhn, «llegamos precisamente cuando él, que era ya profesor emérito, estaba haciendo un seminario con sus alumnos sobre la Dei Verbum, la Constitución del Concilio Vaticano II sobre las fuentes de la Revelación divina. Nos unimos a ellos y nos sorprendió la seriedad con la que Barth y aquel grupo de estudiosos protestantes profundizaban en aquel tema que en los círculos católicos a menudo se afrontaba con increíble superficialidad. Barth estaba lleno de curiosidad. Era él quien le hacía preguntas a nuestro profesor, que era mucho más joven, con actitud de gran deferencia». En el encuentro con Balthasar, en cambio, algunos estudiantes le contestaron al gran teólogo suizo su teoría sobre el infierno vacío. Y a él le sentó bastante mal.
Teólogos de centro
Ratzinger durante los trabajos de la Conferencia episcopal alemana en Stapelfeld, en marzo de 1971
La invitación sigue en pie
«La sensación de adquirir cada vez más claramente mi propia visión teológica», escribe Ratzinger en la autobiografía, «fue la experiencia más hermosa de los años de Ratisbona». Pese a la amargura por los tremendos conflictos eclesiales, a mediados de los setenta el teólogo casi cincuentenario ya saborea los gozos ordinarios de la que se la aparece como la estación de llegada de su peregrinación académica: vivir en su Baviera, disfrutar del cariño de hermanos tan queridos, poder llevarles flores a sus padres, que reposan en el cementerio de cerca de casa. Y trabajar en lo que más le gusta. Durante toda su existencia no quiso hacer nada más que esto: estudiar y enseñar teología, rodeado de un grupo de colaboradores libres y apasionados, con la esperanza de transmitirles a los estudiantes que vienen a oírle de todo el mundo el gusto de recabar dones siempre nuevos de los Padres de la Iglesia, de la divina liturgia y de todo el tesoro de la Tradición. Por eso, en el verano de 1976, cuando muere repentinamente el cardenal arzobispo de Múnich, Julius Döpfner, Ratzinger no se toma en serio las voces que comienzan a circular indicándole como uno de los candidatos a la sucesión: «Los límites de mi salud eran tan conocidos como mi poca afición a tareas de gobierno y administración», sigue escribiendo en su autobiografía. En cambio, Pablo VI le nombrará precisamente a él.
Reinhard Richardi, que en aquellos años era profesor de la Facultad de Jurisprudencia y entabló una fuerte amistad con Ratzinger que sigue durando todavía, cuenta a 30Días: «La sorpresa fue mucha. Evidentemente Pablo VI le apreciaba, veía en él a un gran teólogo en la línea de la reforma conciliar, y le quería implicar en la guía de la Iglesia. Se comprendió también por la prontitud con la que le creó cardenal sólo algunos meses después de haberle nombrado arzobispo. Ahora, viéndolo como sucesor suyo en el trono de Pedro, quizá diría: estaba seguro de que el Señor dirigiría su mirada hacia él». Pero el futuro Benedicto XVI no pensaba entonces realmente en estas cosas. Cuenta Richardi: «Recuerdo bien cuando se difundió la noticia de su nombramiento como sucesor de Döpfner. Precisamente aquel día mi mujer, mis niños y yo estábamos invitados a su casa. Nos llamó por teléfono y nos dijo: aunque me hayan hecho obispo, la invitación sigue en pie. Nos vemos más tarde».
(Ha colaborado Pierluca Azzaro)