La resurrección sin el resucitado
Para el idealismo moderno la resurrección surge de la idealización póstuma de Jesús muerto. La gloria nace de una derrota. De este modo se altera la narración evangélica para la cual la fe nace de la percepción real del Resucitado, de Aquel que ha derrotado a la muerte
por Massimo Borghesi
La resurrección sin milagro
«No solamente la resurrección no es un milagro, sino que ni siquiera es un acontecimiento empírico. Y la fe en la resurrección no depende del hecho de que se acepte o rechace la realidad histórica del sepulcro vacío». Así dice la frase de portada que comenta el texto de Andrés Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, recientemente traducido al italiano1. El opúsculo es interesante en la medida en que es la expresión culminante de una tendencia que, después de Bultmann, se ha vuelto hegemónica en los estudios exegéticos y teológicos: según la cual la resurrección es una piedra errante, un peñasco errático que la crítica debe quitar para hacer comprensible al hombre moderno el contenido de la fe cristiana. El Cristo resucitado de Piero della Francesca o La incredulidad de santo Tomás de Caravaggio pertenecen al arte del pasado. En el futuro ya no podrá darse una lectura realista de la resurrección, sólo se admitirá la “simbólica”. En una singular inversión de los procesos cognitivos la fe no presupone el sepulcro vacío y la experiencia tangible del Resucitado; al contrario, es el Cristo resucitado que “aparece” en cuanto tal sólo en la precomprensión de la fe. De este modo un parte conspicua de la literatura teológica –la que da por descontado la oposición entre el “Cristo histórico” y el “Cristo de la fe”– abandona la posición realista y se encuentra, necesariamente, con el punto de vista idealista. Para éste no es la realidad, lo que acontece concretamente, lo que mueve y explica la “persuasión”; al contrario, es la “visión del mundo”, la fe preliminar, la que hace que sean evidentes, “visibles”, hechos que de otro modo no subsisten. La fe, privada de toda racionabilidad, ya no es “juicio” sino “pre-juicio” que “ve” de manera deforme de la realidad, lugar de una experiencia “mística”, afectiva, idealizante. La fe idealiza, gracias a la mediación imaginativa, su objeto. En el caso del cristianismo esto significa que Cristo “aparece” como el resucitado en la fe, gracias a la fe. Fuera de la fe hay sólo el misterio de una tumba vacía, de un cadáver desaparecido. Un problema que no le interesa a la fe, para la cual lo que importa es solamente el Cristo ideal, divino. La resurrección no necesita la carne de Jesús de Nazaret, su persona singular; basta la idea, el símbolo del Hombre-Dios. La fe vive de la idea, no de la realidad.
Este presupuesto, verdadero y propio a priori conceptual, es patente
en el texto de Torres Queiruga. Para el filósofo de Santiago de
Compostela las adquisiciones «irreversibles» de la exégesis y de la cultura actual hacen
que ya no se pueda concebir «la presencia activa de Dios como una
injerencia puntual, es decir, física y comprensible para los
sentidos, en la trama del mundo»2. Una definición perfecta de la Encarnación
que el autor suprime con una simple tachadura de su pluma. Al igual que
Bultmann, para quien es «mitológica la concepción en
que lo no-mundano, lo divino, aparece como mundano y como humano, el
más allá como el más acá»3, tampoco para
Torres Queiruga Dios puede obrar sensiblemente en este mundo. Por esto «el tratamiento de la
resurrección de Jesús como “milagro” –el
más espectacular– ha desaparecido definitivamente de los
tratados serios. Hasta tal punto que incluso en los tratados más
“ortodoxos” puede leerse la afirmación que la
resurrección no sólo no es un milagro, sino que ni siquiera
es un acontecimiento “histórico”»4. La
“experiencia” del Resucitado debe alejar toda presencia de tipo
empírico.
«Si el Resucitado fuera tangible o comiera, necesariamente estaría limitado
por las leyes del espacio, es decir, no habría resucitado. Y lo
mismo sucedería si fuera visible»5. Pensar diversamente significaría someterse al
«imperialismo del principio empirista»6, hacer imposible «la racionabilidad razonable de la
fe en la resurrección»7. Para el autor «los discípulos no vieron con
sus ojos al Resucitado ni lo tocaron con sus manos, porque esto era
imposible estando él fuera del alcance de sus sentidos»8. Lo que ellos
“vieron” «no puede conservar ninguna relación material con un cuerpo
espacio-temporal»9. Por lo demás, «ni siquiera para la vida en el
espacio-tiempo puede tomarse sin más el cuerpo como soporte de la
identidad», ni «se ve qué es lo que podría
aportar la transformación (?) del cuerpo muerto, es decir, del
cadáver»10. Para el “idealista” Torres Queiruga la
“realidad” de Cristo resucitado no presupone su realidad
sensible, corpórea, sino que se funda en la subjetividad del
creyente, en las «experiencias psíquicas, de visualizaciones o
imaginaciones de convicciones íntimas. Convicciones que pueden tener
un referente real –el místico en su visión se conecta realmente a Cristo– sin
que lo sea la forma en que se presenta»11. La “visión” presupone la experiencia
interior, la condición personal y ambiental peculiar, a partir de la
cual la «mediación imaginativa»12 –que el autor
evoca citando a Kant– se concretiza dando forma al objeto de su
aspiración. En el caso de los discípulos, «dentro de la
cultura del tiempo, abierta a las manifestaciones extraordinarias y
empíricas de lo sobrenatural, podía funcionar con toda
naturalidad el esquema imaginativo de la resurrección como una especie de vuelta a la
vida»13. Los discípulos creyeron verlo porque estaban predispuestos a ello por un contexto, un
ámbito espiritual. Dentro de este horizonte el elemento decisivo, la
chispa, la provoca la experiencia fundamental de la muerte de Jesús: «El
contexto vivísimamente emotivo causado por el drama
del Calvario»14. Es aquí, en el drama de la desaparición del
ser querido, donde madura «lo que podríamos llamar
kantianamente el “esquema imaginativo” para comprender la
resurrección como ya acontecida»15. En el contexto mesiánico-escatológico de
Israel la muerte de Jesús provoca un vacío desgarrador, una
experiencia de dolor que empuja hacia su resolución. La cruz de
Cristo se “transmuta” en la resurrección: «La
resurrección tiene lugar en la misma cruz»16. Cristo, el muerto, vuelve
a la vida en la fe. Torres Queiruga sigue a la letra, sin citarlo, a Rudolf
Bultmann: «Cruz y resurrección como
acontecimiento “cósmico” son todo uno»17. La resurrección no es un acontecimiento real que sigue a
la muerte de Jesús en la cruz. Es, simbólicamente, la
transfiguración ideal de Cristo inducida por la experiencia
trágica de su fin. Con una forma paradójica, que está
en el centro del modelo idealista, la ausencia
produce la presencia, el vacío da lugar a
una plenitud, la privación se trueca en victoria. Esto requiere que
se quite de la cruz el aspecto de escándalo, en sentido paulino: el
Hijo de Dios colgado en lo que para los modernos es la horca. Este aspecto
sería, en los Evangelios, una construcción literaria, no un
elemento histórico. Torres Queiruga reconoce que «una
costumbre inveterada, que se apoya con fuerza en la letra de los
Evangelios, ha llevado a ver la cruz como un lugar de
“escándalo”, que decretaba el fin de la fe de los
discípulos, los cuales a este punto huyeron, negando y traicionando
a su Maestro. Para explicar la recuperación de la fe por parte
de los discípulos tuvo que suceder algo extraordinario y
milagroso que, con su evidencia irrefutable, los devolvió a la fe.
Este algo sería la resurrección, que así obtiene una
auténtica “demostración” histórica. No cabe negar que el tema tenga su fuerza, y de hecho sigue siendo el más corriente en los tratados
en uso. Sin embargo, una reflexión más atenta ha mostrado,
cada vez con más claridad y mayor aceptación entre los
estudiosos, su naturaleza de “dramatización” literaria
de corte apologético»18. Comprobaría esta conclusión el hecho de que
la «hipótesis de una traición o de una negación
resulta profundamente incomprensible e injusta para con los
discípulos»19. Estos traicionaron a Jesús en el momento de la
prueba suprema, fueron ingratos y sin corazón. Algo inadmisible para
el autor. Por otra parte, el escándalo es válido para los
romanos, no para los judíos: «Los criminales de Roma eran los
héroes del pueblo sometido por ella»20.
La cruz de Cristo, en la óptica totalmente positiva perfilada por Torre Queiruga, no es lo que aleja, el lugar de la soledad. Todo lo contrario, es el punto coagulante de la fe: «La crucifixión, con el horrible escándalo de su injusticia, aparece como el más decisivo catalizador para comprender que lo sucedido en la cruz no podía ser el final definitivo»21. La cruz no es un punto de huida, sino de “cambio”. Conclusión obligada, la de Torres Queiruga, en la medida en que entre la muerte de Jesús y la fe de la Iglesia naciente no sucede nada. El idealismo, como filosofía del no-acontecimiento, comporta un cortocircuito por el que la fe debe preceder al acontecimiento, no seguirlo. El argumento según el cual los discípulos huyen, aterrados y desmoralizados, tiene una “fuerza propia”, como reconoce el autor, y, sin embargo, no puede admitirse. El vacío debe producir lo lleno, la muerte hacerse idea del Resucitado, y no generar escándalo, huida, desorientación. De otro modo sería “apologética”, no historia. En su efectualidad el muerto es una bandera, el símbolo de una vida que no podía acabar.
En la órbita de Hegel
Es singular que Torres Queiruga cite varias veces a Kant –por la mediación imaginativa de la fe– y no cite en cambio a Hegel. Es singular porque su reflexión se sitúa, de manera perfecta, dentro del horizonte especulativo idealista, siguiendo su cristología a la hegeliana, con discordancias que, por el tema tratado, son totalmente marginales22. Como para Hegel, también para el filósofo español, la revelación «no consiste en la irrupción de algo exterior, sino en el descubrimiento de una presencia que, quizás ignorada o tal vez presentida, ya está dentro y trata de darse a conocer»23. El cristianismo concierne a la ontología, no a la historia. Revela lo que está presente desde siempre, aunque velado, en la interioridad del yo; es una relación inmanente, no inducida desde fuera. «No es que en un determinado momento Dios “entra” en el mundo para revelar algo con una intervención extraordinaria. Él siempre está presente y es activo en el mundo, en la historia y en la vida de los individuos, y siempre está tratando de hacer conocer su presencia, para que consigamos interpretarla de manera correcta»24. Por esto «lo que hace falta no es que el sol comience a brillar, sino que tengamos limpias y abiertas las ventanas»25. La Revelación no es Dios que se “revela”, puesto que lo hace siempre, sino el descubrimiento humano «que constituye revelación en sentido estricto»26. Torres Queiruga deshistoriza radicalmente el cristianismo. Lo resuelve en una estructura ideal, en una concepción gnóstico-panteísta según la cual el Dios-en-el-mundo anhela hacerse cognoscible perforando el velo de sombra de la humana ignorancia. El Cristo histórico, como en Hegel, es solamente la “ocasión” del despertarse, en la conciencia, del conocimiento del Cristo ideal. A la par de Sócrates Él es la “comadrona” cuya arte mayéutica trae a la luz al Dios-en-nosotros según la «rica y profunda tradición del magister interior»27.
Esta perspectiva, la idea de una revelación inmanente, respecto a la cual el Cristo histórico es solamente una provocación contingente, aclara el segundo punto de contacto entre Hegel y Torres Queiruga: la negación de la dimensión empírica de la fe. En sus Lecciones sobre la filosofía de la religión Hegel distingue una doble fe: la fe exterior y la fe interior. La fe “exterior” se basa en el Cristo histórico, en su persona y autoridad. Para Hegel, sin embargo, ésta es una fe limitada, contingente. Es «un modo exterior, accidental de la fe. La fe verdadera y propia reposa en el espíritu de verdad. La otra aún concierne a una relación con la presencia sensible inmediata. La fe verdadera y propia es espiritual, está en el espíritu: tiene por fundamento la verdad de la idea»28. Respecto a ella «la fe exterior, pues, ha de ser considerada sólo como un medio para alcanzar la verdadera fe; en cuanto exterior está sometida a la contingencia y el espíritu alcanza su verdad no según la contingencia, sino según el libre testimonio»29. La fe interior descansa sobre la idea eterna, sobre el ideal inmanente del espíritu, no sobre los milagros o sobre una revelación empírica. Esta es la fe que, según el idealista Hegel, “produce” la idea del Hombre-Dios, transforma al muerto en un resucitado. La fe interior realiza la metamorfosis del Cristo histórico, un utopista judío con un mensaje revolucionario, en el Cristo “teológico”, divino. Gracias a ella la figura de Jesús de Nazaret es destinada a la memoria, al pasado, a la primera aparición no espiritual de lo divino.
El término que media el paso entre las dos
imágenes de Cristo, la empírica y la ideal –y es
el tercer elemento que une la cristología de Torres Queiruga a la
hegeliana– es la muerte de Cristo. La
muerte es la resurrección: este topos de la cristología
idealista, desde Hegel a Bultmann, es el verdadero nudo en torno al cual se
mueve gran parte de la exégesis histórico-crítica. Es
un nudo que se sustenta, a nivel especulativo, sólo si vale la
aserción de la dialéctica, según la cual lo positivo procede necesariamente de lo negativo. Como escribe el propio Torres Queiruga: «El pensamiento moderno, tanto
filosófico como teológico, sabe de la capacidad reveladora de
este tipo de experiencia, pues la propia contradicción interna de la misma obliga a
buscar la síntesis superior que la reconcilie»30. En el caso de la muerte de Jesús «sólo la
resurrección y la exaltación permitían superar este
terrible contraste, que amenazaba con hundirlo todo en lo absurdo»31. De la muerte, de
lo negativo, surge
la necesidad de lo
positivo. Una necesidad ideal: Cristo resucita en la idea, en la
concepción de la comunidad, en la fe interior. No en la realidad
factual. De ese modo, como escribe Hegel: «Esta muerte es el punto
central en torno al cual gira todo, en su concepción reside la
diferencia entre la concepción exterior y la fe, es decir, la
mediación con el espíritu»32. Resulta, como consecuencia, que la fe auténtica se funda en la muerte de Jesús, no
en su resurrección, surge del Cristo
muerto, no del Cristo resucitado. El Cristo resucitado no funda la fe, es
más bien “fundado”, idealizado por la fe. El idealismo, que subyace en la oposición
entre el Cristo de la fe y el Cristo de la historia, cambia los
términos con que, en la concepción de la Iglesia, se presenta
la relación entre fe y realidad. En la medida en que el Resucitado
presupone ya la fe
en el Hombre-Dios, esa fe debe surgir, necesariamente, de la sublimación de una derrota. El cristianismo, como dogma, surge de la idealización de un fracaso, no
del empirismo joaneo basado en lo que fue «visto, oído, tocado
con la mano».
Una muerte incomprensible y una fe sin resurrección
El idealismo histórico-crítico, basado en la dialéctica de lo negativo, hace difícil no sólo la comprensión de la resurrección –obra de “visionarios”–, sino también la de la muerte de Cristo. Si Jesús no fue condenado a muerte por haberse proclamado Dios, ¿por qué fue crucificado? Se niega la autoproclamación divina en nombre de la oposición entre el Cristo histórico y el Cristo de la fe. Solamente la comunidad de los creyentes diviniza a Jesús que de por sí nunca se concibió como Dios. Para explicar el motivo de la condena no queda otra alternativa que la hipótesis política: Jesús como posible zelote que, peligroso para el orden romano, fue crucificado. Es el leitmotiv del Jesús “judío” que guía la Inchiesta su Gesù de Corrado Augias y Mauro Pesce33. Una prueba más de una investigación, curiosa y a veces no banal, que, sin embargo, no consigue, por los presupuestos una vez más idealistas, aportar nada nuevo. El Jesús judío no cristiano34 de Augias-Pesce es un utopista, cercano al grupo de Juan Bautista, caracterizado por una confianza total en Dios y por una atención especial por los últimos. Un radical, pero sin utopía social organizada, que, más allá del tono y del testimonio, no muestra nada original, en la moral, respecto de la ley hebrea. ¿Por qué, entonces, este soñador, impolítico e inofensivo, fue condenado a muerte? Pesce declara que el poder romano no condenó a muerte a Jesús por motivos religiosos, sino políticos. Las responsabilidades de los miembros de Sanedrín son obra de la reconstrucción, posterior, de los redactores de los Evangelios, filorromanos. Pero ¿cuáles son los motivos políticos por los que Jesús fue condenado? Se trata de sospechas sobre la naturaleza de un movimiento, surgidas en quien «no ha captado las intenciones reales de la acción de Jesús. Por parte de los romanos se trató de un burdo y grave error de valoración política»35. Una consideración sorprendente de verdad, que deja pendiente los motivos de la condena a muerte de Jesús. Motivos, que por lo demás, no conciernen, y también esto resulta extraño, a sus discípulos. Igualmente misteriosa es la resurrección, que no fue afirmada por testigos oculares sino por videntes que “veían” dentro de los esquemas cultural-religiosos de Israel. Es asimismo enigmático, en el libro Inchiesta su Gesù, el nacimiento del cristianismo. Pesce no está de acuerdo «con la idea de que el cristianismo nace con la fe en la resurrección de Jesús, ni que nazca gracias a Pablo […]. Pablo como Jesús, no es un cristiano, sino un judío que permanece en el hebraísmo»36. El cristianismo nacería, más tarde, en la segunda mitad del siglo II en un proceso de helenización de la posición originaria hebrea. Respecto a Hegel y a Torres Queiruga, Augias y Pesce añaden otra fractura que hace que sea aún más enigmático el nacimiento de la fe cristiana. En el marco hegeliano el cristianismo está mediado por la muerte de Jesús, cuyo producto es la idea del resucitado. En Inchiesta su Gesù surge mucho después de la visión de la resurrección, fruto no de la fe sino de una tardía elaboración teológico-filosófica de impronta helenística. Lo que permanece firme es el topos dominante: la fe no se funda en la resurrección, la precede o la sigue sin tener ninguna relación con ella. Un planteamiento que, en vez de simplificar el problema, lo complica enormemente. Si el Cristo histórico es que el describen Augias y Pesce, un judío observante que carece de originalidad, no se entiende cómo puede ser «el hombre que ha cambiado el mundo». No se comprende por qué fue condenado. Si este hombre terminó su vida derrotado, no se comprende, para quien no acepta la necesidad lógica de la dialéctica, cómo de un muerto puede surgir, en la primitiva comunidad, la fe en un vivo. No se comprende, por último, cómo el “Cristo de la fe” puede prescindir de la resurrección, sea real o imaginaria, y formarse sólo en el siglo II, como pretende Pesce. Un destino singular para el racionalismo histórico-crítico: nacido con la intención de dar claridad al contexto, consigue delinear un cuadro de conjunto lleno de zonas de sombra y saltos en el vacío. El modelo idealista demuestra todos sus límites. Partiendo del prejuicio que el hecho no puede haber acontecido –que Dios no puede hacerse hombre y resucitar de la muerte– debe justificar la fe como idealización. Pero así la narración evangélica se vuelve incomprensible. Si las descripciones del Cristo resucitado constituyen el gran enigma, para el lector antiguo y moderno, su anulación, sin embargo, produce una serie de interrogantes sin respuesta. El Cristo “histórico” se vuelve incomprensible. Hallado, arqueológicamente, bajo los estratos de la fe, aparece como un soñador, radical e ingenuo al mismo tiempo, que no motiva el incendio que embistió la historia. Las conclusiones del racionalismo crítico –sacar a un vivo de un muerto, una revolución espiritual de un utopista análogo a muchos más– son profundamente irrazonables. El fracaso de esta postura es la premisa “crítica” para una reanudación de una postura realista que no tiene la pretensión de demostrar el dogma, sino la de reconocer que va contra toda evidencia racional, humana, afirmar que la vista desolada de un crucificado pueda generar la idea, gloriosa, de un resucitado.
Notas
1 A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, tr. it., Edizioni La Meridiana, Molfetta (Ba) 2006. El texto, del que no se indica el original español, es una síntesis de la obra mayor, Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las religiones y de la cultura, Trotta, Madrid 2003.
2 A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, cit., p. 8.
3 R. Bultmann, Neues Testament und Mythologie. Das Problem der Entmythologisierung der neutestamentlichen Verkündigun, Herbert Reich Verlag, Hamburg-Bergsted 1948, tr. it., Nuovo Testamento e mitologia. Il problema della demitizzazione del messaggio neotestamentario, en: R. Bultmann, Nuovo Testamento e mitologia, Queriniana, Brescia 1973, p.119.
4 A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, cit., p. 8.
5 Ibid., p.42.
6 Ibid.,p. 48.
7 Ibid., p. 47.
8 Ibid., pp. 46-47.
9 Ibid., p. 49.
10 Ibid., p. 54. De manera idéntica Kant afirma: «A la razón no le interesa arrastrar en la eternidad a un cuerpo que (admitido que la personalidad se asiente en la identidad del cuerpo) debe siempre, por purificado que sea, estar compuesto por la misma materia que se encuentra en la base del nuestro organismo y a la que el hombre mismo no se ha unido nunca durante la vida; ni se comprende qué puede tener en común con el cielo esta tierra calcárea de la que está formado el hombre »(I. Kant, La religione nei limiti della semplice ragione, tr. it. in: I. Kant, Scritti morali, Utet, Turín, 1970, p. 457, nota a).
11 A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, cit., p.42.
12 Ibid, p. 65.
13 Ibid, p. 41.
14 Ibid., p. 23.
15 Ibid.
16 Ibid., p. 53.
17 R. Bultmann, Nuovo Testamento e mitologia. Il problema della demitizzazione del messaggio neotestamentario, cit., p.165.
18 A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, op. cit., pp. 26-27. El subrayado es nuestro.
19 Ibid. , p. 26.
20 Ibid., p. 29.
21 Ibid., p. 30.
22 Sobre la cristología hegeliana véase M. Borghesi, La figura di Cristo in Hegel, Studium, Roma 1983; Idem, L’età dello Spirito in Hegel. Dal Vangelo “storico” al Vangelo “eterno”, Studium, Roma 1995.
23 A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, op. cit., p. 59.
24 Ibid., p. 36.
25 Ibid.
26 Ibid, p. 37.
27 Ibid, p. 38.
28 G.F.W. Hegel, Lezioni sulla filosofia della religione, tr. it., 2 vols., Zanichelli, Bolonia 1974, vol.II, pp. 388-389.
29 Ibid., vol.I, p. 283.
30 A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, cit., p. 30. Subrayado nuestro.
31 Ibid., p. 31.
32 G.F.W. Hegel, Lezioni sulla filosofia della religione, cit., vol.II, p. 372.
33 C. Augias – M. Pesce, Inchiesta su Gesù. Chi era l’uomo che ha cambiato il mondo, Mondadori, Milán, 2006.
34 Cf. Ibid., pp. 221 e 237.
35 Ibid., pp.168-169.
36 Ibid., p. 201.
«No solamente la resurrección no es un milagro, sino que ni siquiera es un acontecimiento empírico. Y la fe en la resurrección no depende del hecho de que se acepte o rechace la realidad histórica del sepulcro vacío». Así dice la frase de portada que comenta el texto de Andrés Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, recientemente traducido al italiano1. El opúsculo es interesante en la medida en que es la expresión culminante de una tendencia que, después de Bultmann, se ha vuelto hegemónica en los estudios exegéticos y teológicos: según la cual la resurrección es una piedra errante, un peñasco errático que la crítica debe quitar para hacer comprensible al hombre moderno el contenido de la fe cristiana. El Cristo resucitado de Piero della Francesca o La incredulidad de santo Tomás de Caravaggio pertenecen al arte del pasado. En el futuro ya no podrá darse una lectura realista de la resurrección, sólo se admitirá la “simbólica”. En una singular inversión de los procesos cognitivos la fe no presupone el sepulcro vacío y la experiencia tangible del Resucitado; al contrario, es el Cristo resucitado que “aparece” en cuanto tal sólo en la precomprensión de la fe. De este modo un parte conspicua de la literatura teológica –la que da por descontado la oposición entre el “Cristo histórico” y el “Cristo de la fe”– abandona la posición realista y se encuentra, necesariamente, con el punto de vista idealista. Para éste no es la realidad, lo que acontece concretamente, lo que mueve y explica la “persuasión”; al contrario, es la “visión del mundo”, la fe preliminar, la que hace que sean evidentes, “visibles”, hechos que de otro modo no subsisten. La fe, privada de toda racionabilidad, ya no es “juicio” sino “pre-juicio” que “ve” de manera deforme de la realidad, lugar de una experiencia “mística”, afectiva, idealizante. La fe idealiza, gracias a la mediación imaginativa, su objeto. En el caso del cristianismo esto significa que Cristo “aparece” como el resucitado en la fe, gracias a la fe. Fuera de la fe hay sólo el misterio de una tumba vacía, de un cadáver desaparecido. Un problema que no le interesa a la fe, para la cual lo que importa es solamente el Cristo ideal, divino. La resurrección no necesita la carne de Jesús de Nazaret, su persona singular; basta la idea, el símbolo del Hombre-Dios. La fe vive de la idea, no de la realidad.
Algunas imágenes y detalles de las predelas de la Maestà de Duccio di Buoninsegna, conservadas en el Museo de la Opera de la Catedral de Siena; aquí arriba, Jesús resucitado y María Magdalena
La cruz de Cristo, en la óptica totalmente positiva perfilada por Torre Queiruga, no es lo que aleja, el lugar de la soledad. Todo lo contrario, es el punto coagulante de la fe: «La crucifixión, con el horrible escándalo de su injusticia, aparece como el más decisivo catalizador para comprender que lo sucedido en la cruz no podía ser el final definitivo»21. La cruz no es un punto de huida, sino de “cambio”. Conclusión obligada, la de Torres Queiruga, en la medida en que entre la muerte de Jesús y la fe de la Iglesia naciente no sucede nada. El idealismo, como filosofía del no-acontecimiento, comporta un cortocircuito por el que la fe debe preceder al acontecimiento, no seguirlo. El argumento según el cual los discípulos huyen, aterrados y desmoralizados, tiene una “fuerza propia”, como reconoce el autor, y, sin embargo, no puede admitirse. El vacío debe producir lo lleno, la muerte hacerse idea del Resucitado, y no generar escándalo, huida, desorientación. De otro modo sería “apologética”, no historia. En su efectualidad el muerto es una bandera, el símbolo de una vida que no podía acabar.
En la órbita de Hegel
Es singular que Torres Queiruga cite varias veces a Kant –por la mediación imaginativa de la fe– y no cite en cambio a Hegel. Es singular porque su reflexión se sitúa, de manera perfecta, dentro del horizonte especulativo idealista, siguiendo su cristología a la hegeliana, con discordancias que, por el tema tratado, son totalmente marginales22. Como para Hegel, también para el filósofo español, la revelación «no consiste en la irrupción de algo exterior, sino en el descubrimiento de una presencia que, quizás ignorada o tal vez presentida, ya está dentro y trata de darse a conocer»23. El cristianismo concierne a la ontología, no a la historia. Revela lo que está presente desde siempre, aunque velado, en la interioridad del yo; es una relación inmanente, no inducida desde fuera. «No es que en un determinado momento Dios “entra” en el mundo para revelar algo con una intervención extraordinaria. Él siempre está presente y es activo en el mundo, en la historia y en la vida de los individuos, y siempre está tratando de hacer conocer su presencia, para que consigamos interpretarla de manera correcta»24. Por esto «lo que hace falta no es que el sol comience a brillar, sino que tengamos limpias y abiertas las ventanas»25. La Revelación no es Dios que se “revela”, puesto que lo hace siempre, sino el descubrimiento humano «que constituye revelación en sentido estricto»26. Torres Queiruga deshistoriza radicalmente el cristianismo. Lo resuelve en una estructura ideal, en una concepción gnóstico-panteísta según la cual el Dios-en-el-mundo anhela hacerse cognoscible perforando el velo de sombra de la humana ignorancia. El Cristo histórico, como en Hegel, es solamente la “ocasión” del despertarse, en la conciencia, del conocimiento del Cristo ideal. A la par de Sócrates Él es la “comadrona” cuya arte mayéutica trae a la luz al Dios-en-nosotros según la «rica y profunda tradición del magister interior»27.
Esta perspectiva, la idea de una revelación inmanente, respecto a la cual el Cristo histórico es solamente una provocación contingente, aclara el segundo punto de contacto entre Hegel y Torres Queiruga: la negación de la dimensión empírica de la fe. En sus Lecciones sobre la filosofía de la religión Hegel distingue una doble fe: la fe exterior y la fe interior. La fe “exterior” se basa en el Cristo histórico, en su persona y autoridad. Para Hegel, sin embargo, ésta es una fe limitada, contingente. Es «un modo exterior, accidental de la fe. La fe verdadera y propia reposa en el espíritu de verdad. La otra aún concierne a una relación con la presencia sensible inmediata. La fe verdadera y propia es espiritual, está en el espíritu: tiene por fundamento la verdad de la idea»28. Respecto a ella «la fe exterior, pues, ha de ser considerada sólo como un medio para alcanzar la verdadera fe; en cuanto exterior está sometida a la contingencia y el espíritu alcanza su verdad no según la contingencia, sino según el libre testimonio»29. La fe interior descansa sobre la idea eterna, sobre el ideal inmanente del espíritu, no sobre los milagros o sobre una revelación empírica. Esta es la fe que, según el idealista Hegel, “produce” la idea del Hombre-Dios, transforma al muerto en un resucitado. La fe interior realiza la metamorfosis del Cristo histórico, un utopista judío con un mensaje revolucionario, en el Cristo “teológico”, divino. Gracias a ella la figura de Jesús de Nazaret es destinada a la memoria, al pasado, a la primera aparición no espiritual de lo divino.
Jesús resucitado se aparece a los discípulos de Emaús
Una muerte incomprensible y una fe sin resurrección
El idealismo histórico-crítico, basado en la dialéctica de lo negativo, hace difícil no sólo la comprensión de la resurrección –obra de “visionarios”–, sino también la de la muerte de Cristo. Si Jesús no fue condenado a muerte por haberse proclamado Dios, ¿por qué fue crucificado? Se niega la autoproclamación divina en nombre de la oposición entre el Cristo histórico y el Cristo de la fe. Solamente la comunidad de los creyentes diviniza a Jesús que de por sí nunca se concibió como Dios. Para explicar el motivo de la condena no queda otra alternativa que la hipótesis política: Jesús como posible zelote que, peligroso para el orden romano, fue crucificado. Es el leitmotiv del Jesús “judío” que guía la Inchiesta su Gesù de Corrado Augias y Mauro Pesce33. Una prueba más de una investigación, curiosa y a veces no banal, que, sin embargo, no consigue, por los presupuestos una vez más idealistas, aportar nada nuevo. El Jesús judío no cristiano34 de Augias-Pesce es un utopista, cercano al grupo de Juan Bautista, caracterizado por una confianza total en Dios y por una atención especial por los últimos. Un radical, pero sin utopía social organizada, que, más allá del tono y del testimonio, no muestra nada original, en la moral, respecto de la ley hebrea. ¿Por qué, entonces, este soñador, impolítico e inofensivo, fue condenado a muerte? Pesce declara que el poder romano no condenó a muerte a Jesús por motivos religiosos, sino políticos. Las responsabilidades de los miembros de Sanedrín son obra de la reconstrucción, posterior, de los redactores de los Evangelios, filorromanos. Pero ¿cuáles son los motivos políticos por los que Jesús fue condenado? Se trata de sospechas sobre la naturaleza de un movimiento, surgidas en quien «no ha captado las intenciones reales de la acción de Jesús. Por parte de los romanos se trató de un burdo y grave error de valoración política»35. Una consideración sorprendente de verdad, que deja pendiente los motivos de la condena a muerte de Jesús. Motivos, que por lo demás, no conciernen, y también esto resulta extraño, a sus discípulos. Igualmente misteriosa es la resurrección, que no fue afirmada por testigos oculares sino por videntes que “veían” dentro de los esquemas cultural-religiosos de Israel. Es asimismo enigmático, en el libro Inchiesta su Gesù, el nacimiento del cristianismo. Pesce no está de acuerdo «con la idea de que el cristianismo nace con la fe en la resurrección de Jesús, ni que nazca gracias a Pablo […]. Pablo como Jesús, no es un cristiano, sino un judío que permanece en el hebraísmo»36. El cristianismo nacería, más tarde, en la segunda mitad del siglo II en un proceso de helenización de la posición originaria hebrea. Respecto a Hegel y a Torres Queiruga, Augias y Pesce añaden otra fractura que hace que sea aún más enigmático el nacimiento de la fe cristiana. En el marco hegeliano el cristianismo está mediado por la muerte de Jesús, cuyo producto es la idea del resucitado. En Inchiesta su Gesù surge mucho después de la visión de la resurrección, fruto no de la fe sino de una tardía elaboración teológico-filosófica de impronta helenística. Lo que permanece firme es el topos dominante: la fe no se funda en la resurrección, la precede o la sigue sin tener ninguna relación con ella. Un planteamiento que, en vez de simplificar el problema, lo complica enormemente. Si el Cristo histórico es que el describen Augias y Pesce, un judío observante que carece de originalidad, no se entiende cómo puede ser «el hombre que ha cambiado el mundo». No se comprende por qué fue condenado. Si este hombre terminó su vida derrotado, no se comprende, para quien no acepta la necesidad lógica de la dialéctica, cómo de un muerto puede surgir, en la primitiva comunidad, la fe en un vivo. No se comprende, por último, cómo el “Cristo de la fe” puede prescindir de la resurrección, sea real o imaginaria, y formarse sólo en el siglo II, como pretende Pesce. Un destino singular para el racionalismo histórico-crítico: nacido con la intención de dar claridad al contexto, consigue delinear un cuadro de conjunto lleno de zonas de sombra y saltos en el vacío. El modelo idealista demuestra todos sus límites. Partiendo del prejuicio que el hecho no puede haber acontecido –que Dios no puede hacerse hombre y resucitar de la muerte– debe justificar la fe como idealización. Pero así la narración evangélica se vuelve incomprensible. Si las descripciones del Cristo resucitado constituyen el gran enigma, para el lector antiguo y moderno, su anulación, sin embargo, produce una serie de interrogantes sin respuesta. El Cristo “histórico” se vuelve incomprensible. Hallado, arqueológicamente, bajo los estratos de la fe, aparece como un soñador, radical e ingenuo al mismo tiempo, que no motiva el incendio que embistió la historia. Las conclusiones del racionalismo crítico –sacar a un vivo de un muerto, una revolución espiritual de un utopista análogo a muchos más– son profundamente irrazonables. El fracaso de esta postura es la premisa “crítica” para una reanudación de una postura realista que no tiene la pretensión de demostrar el dogma, sino la de reconocer que va contra toda evidencia racional, humana, afirmar que la vista desolada de un crucificado pueda generar la idea, gloriosa, de un resucitado.
Notas
1 A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, tr. it., Edizioni La Meridiana, Molfetta (Ba) 2006. El texto, del que no se indica el original español, es una síntesis de la obra mayor, Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las religiones y de la cultura, Trotta, Madrid 2003.
2 A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, cit., p. 8.
3 R. Bultmann, Neues Testament und Mythologie. Das Problem der Entmythologisierung der neutestamentlichen Verkündigun, Herbert Reich Verlag, Hamburg-Bergsted 1948, tr. it., Nuovo Testamento e mitologia. Il problema della demitizzazione del messaggio neotestamentario, en: R. Bultmann, Nuovo Testamento e mitologia, Queriniana, Brescia 1973, p.119.
4 A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, cit., p. 8.
5 Ibid., p.42.
6 Ibid.,p. 48.
7 Ibid., p. 47.
8 Ibid., pp. 46-47.
9 Ibid., p. 49.
10 Ibid., p. 54. De manera idéntica Kant afirma: «A la razón no le interesa arrastrar en la eternidad a un cuerpo que (admitido que la personalidad se asiente en la identidad del cuerpo) debe siempre, por purificado que sea, estar compuesto por la misma materia que se encuentra en la base del nuestro organismo y a la que el hombre mismo no se ha unido nunca durante la vida; ni se comprende qué puede tener en común con el cielo esta tierra calcárea de la que está formado el hombre »(I. Kant, La religione nei limiti della semplice ragione, tr. it. in: I. Kant, Scritti morali, Utet, Turín, 1970, p. 457, nota a).
11 A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, cit., p.42.
12 Ibid, p. 65.
13 Ibid, p. 41.
14 Ibid., p. 23.
15 Ibid.
16 Ibid., p. 53.
17 R. Bultmann, Nuovo Testamento e mitologia. Il problema della demitizzazione del messaggio neotestamentario, cit., p.165.
18 A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, op. cit., pp. 26-27. El subrayado es nuestro.
19 Ibid. , p. 26.
20 Ibid., p. 29.
21 Ibid., p. 30.
22 Sobre la cristología hegeliana véase M. Borghesi, La figura di Cristo in Hegel, Studium, Roma 1983; Idem, L’età dello Spirito in Hegel. Dal Vangelo “storico” al Vangelo “eterno”, Studium, Roma 1995.
23 A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, op. cit., p. 59.
24 Ibid., p. 36.
25 Ibid.
26 Ibid, p. 37.
27 Ibid, p. 38.
28 G.F.W. Hegel, Lezioni sulla filosofia della religione, tr. it., 2 vols., Zanichelli, Bolonia 1974, vol.II, pp. 388-389.
29 Ibid., vol.I, p. 283.
30 A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, cit., p. 30. Subrayado nuestro.
31 Ibid., p. 31.
32 G.F.W. Hegel, Lezioni sulla filosofia della religione, cit., vol.II, p. 372.
33 C. Augias – M. Pesce, Inchiesta su Gesù. Chi era l’uomo che ha cambiato il mondo, Mondadori, Milán, 2006.
34 Cf. Ibid., pp. 221 e 237.
35 Ibid., pp.168-169.
36 Ibid., p. 201.