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EDITORIAL
Sacado del n. 06/07 - 2004

Recuerdo de Reagan



Giulio Andreotti


Cuando vino de visita a Roma como gobernador de California, Ronald Reagan representó una novedad. Había hecho que el Departamento de Estado le preparara pequeñas fichas sobre los problemas internacionales pendientes y durante el discurso las consultaba diligentemente adecuándose con puntualidad a los contenidos. Si no tenía alguna ficha, decía explícitamente que no tenía información y arrinconaba el tema. Una actitud de responsabilidad que casi nunca he visto en los muchos personajes extranjeros que he conocido.
Los funerales de Ronald Reagan, fallecido el 5 de junio de 2004

Los funerales de Ronald Reagan, fallecido el 5 de junio de 2004

Pero había más (esto vale también para los encuentros colegiales): si no estaba al tanto de un tema, no improvisaba ninguna hipótesis de solución, simplemente lo eliminaba del orden del día sosteniendo que no estaba preparado para afrontarlo. Una verdadera obra maestra de humildad y sabiduría que mantuvo también como presidente. Si no controlaba el tema lo decía enseguida, pues no le gustaba encargárselo a sus colaboradores, por preparados que estuvieran. Incluso soslayaba el tema contando divertidos chistes, aunque su repertorio debía ser bastante restringido, porque le oí contar el mismo varias veces. Muchos de ellos tenían un fondo de sátira contra el cuerpo diplomático e incluso el propio Departamento de Estado. Refiero dos como ejemplos:
«Un embajador, miope, pero que por coquetería no se ponía gafas, con su uniforme impecable y cosido de decoraciones y bordados de oro, entra en un salón de fiestas donde la orquesta está ya tocando. Se acerca a quién él cree que es una dama vestida de rojo y le pide que le conceda el honor de bailar con él. “No puedo”, le responde, “soy el nuncio apostólico y, además, están tocando el himno nacional”».
Otra pieza del repertorio: «Dos personas que sobrevuelan en globo Washington han perdido la orientación. Ven en una terraza un grupo de gente, descienden un poco y preguntan a grito pelado: “¿Dónde estamos?”. Le responden: “En el aire”. La terraza era la del Departamento de Estado».
En el Despacho Oval de la Casa Blanca también me ocurrió un curioso episodio. La audiencia se había adelantado y me había vestido a toda prisa. Además aquella vez no pudimos gozar del medio día de adaptación que normalmente se concede a los huéspedes para que se acostumbren al nuevo huso horario, con paseos en carroza saludados por la gente vestida con trajes coloniales en un pueblecito de la periferia. Así que, tras el saludo de rigor, Reagan me invitó jocosamente a que me cerrara la cremallera de los pantalones. Imagínense qué corte.
Algunos años más tarde me acordé de este incidente protocolario cuando un amigo mío me dijo cómo se podía saber si uno ya está viejo: dificultad para recordar los apellidos, olvidarse de abotonarse los pantalones y la tercera…, la tercera siempre se olvida.
Volviendo a Reagan, estuvo especialmente cordial y risueño en Venecia durante la reunión del G7 en junio de 1987. Al no poder usar el coche, como suelen hacer los presidentes de los Estados Unidos, habían pretendido que la embarcación fuera conducida por hombres de su seguridad. Por supuesto, nada que objetar, sólo que tras dos torpes intentos de atracar en la isla de San Giorgio, tuvo que ocuparse del asunto un conductor del lugar.
Ronald Reagan y Giulio Andreotti

Ronald Reagan y Giulio Andreotti

El presidente estaba entusiasmado con Venecia, y no lo ocultaba; hacía que las reuniones fueran lo más ajustadas posibles para poder pasear por los canales y las plazas. Le gustó mucho un regalo: una reproducción de la Estatua de la Libertad, obra del escultor veneciano Gianni Visentin. Me preguntó si el regalo era para el presidente o para él como persona; luego se me explicó que los presidentes de EE UU están sujetos a una rígida norma que establece que solo pueden recibir regalos de poco valor económico.
Pero cuando más puntos gané ante Reagan fue con motivo de uno de los encuentros del G7. La discusión sobre temas técnicos de economía internacional duraba ya mucho, y todos estábamos bastante cansados, cuando Reagan se dejó escapar que «aquí necesitamos un salto a lo Caprilli». Nadie, ni siquiera los intérpretes, comprendió el significado, y yo intervine explicando que se trataba de un caballero italiano que había inventado un método nuevo para saltar obstáculos. Reagan me dirigió una sonrisa memorable, y durante todo el resto de la sesión no dejaba escapar ocasión para manifestarme su aprecio.
Al día siguiente le llevé una foto de Caprilli que renovó su entusiasmo.
Citaré otros dos encuentros con Reagan. El primero tuvo lugar en un contexto histórico. Gorbachov se había mostrado disponible a una apertura, que el mundo político-diplomático internacional miraba con prudente escepticismo. El presidente Reagan aceptó un encuentro en Ginebra, pero antes quiso consultar colegialmente a los gobiernos amigos (no sólo de los países de la OTAN) en un encuentro en Nueva York.
Por desgracia pocos días antes tuvo lugar el secuestro del Achille Lauro por un grupo de palestinos. Fueron horas de gran tensión, y se vio como providencial la solución de hacerlos atracar en Siria (el presidente Assad, que estaba en Checoslovaquia de visita, dio inmediatamente su consentimiento), pero los americanos se opusieron proponiendo un abordaje que luego se vio que era imposible. De todos modos, los egipcios encontraron una solución que les sugirió un emisario de Arafat, Abu Abbas, que había llegado hasta allí para prestar sus buenos oficios. Añado que la sugerencia de dirigirnos a Arafat se la había dado a nuestro embajador en Washington, Rinaldo Petrignani, el Departamento de Estado. Se les aseguró a los secuestradores criminales la inmunidad, pero no se sabía que ya habían asesinado a un pasajero americano, el señor Leon Klinghoffer. Al saberse la noticia, un avión norteamericano siguió al avión egipcio que llevaba a los secuestradores a Túnez y los obligó a aterrizar en Sigonella, exigiendo bruscamente la entrega tanto de los secuestradores como del hombre de los buenos oficios, al que se le consideraba un cómplice. Por una justa razón de principios, se opusieron, y se corrió el riesgo de entrar en conflicto armado con los americanos.
El 7 de octubre de 1985 un comando palestino secuestra el crucero Achille Lauro frente a las costas de Egipto con 454 personas a bordo. Aquí arriba, el Achille Lauro mientras abandona Port Said escoltado

El 7 de octubre de 1985 un comando palestino secuestra el crucero Achille Lauro frente a las costas de Egipto con 454 personas a bordo. Aquí arriba, el Achille Lauro mientras abandona Port Said escoltado

Fueron horas de penosa incertidumbre. Reagan, ayudado por Mike Leeden, telefoneó por la noche a Craxi, consiguiendo prácticamente su asentimiento a bloquear a los palestinos. George Schultz (secretario de Estado) me hizo la misma petición, pero yo fui más prudente, ya que los egipcios, sobre todo, no dejarían zarpar el Achille Lauro si nosotros reteníamos su avión y faltábamos a los acuerdos que habíamos tomado juntos. Desde Sigonella el avión fue trasladado a Roma, y desde aquí, por decisión de los magistrados competentes, se le permitió partir, pero se arrestó a los secuestradores, que fueron luego procesados. Supimos luego que el mediador Abu Abbas había sido cómplice, y fue también procesado y condenado, aunque en contumacia. Terminó clandestinamente en Bagdad, muriendo poco antes de la caída de Sadam Husein.
El asesinato de Leon Klinghoffer provocó una gran conmoción en los Estados Unidos y fuimos acusados por la prensa y la televisión de complicidad en una campaña violentísima.
En aquella situación ni Craxi ni yo podíamos ir a la cita de Nueva York, a la que también se habían negado a ir los franceses.
Por suerte había un americano importante, sabio, y realmente un hombre de paz: Vernon Walters, mi viejo amigo, que, como asesor militar estadounidense en Roma, me había acompañado varias veces en mis viajes a EE UU. En aquel momento era embajador ante las Naciones Unidas. Le telefoneé y pocas horas después me volvió a llamar preguntándome si Craxi aceptaba recibir a un enviado de Reagan. Por supuesto. Vino el día después, con una carta muy cordial, y las aguas volvieron a su cauce.
Fuimos a Nueva York y fue realmente un momento histórico. Reagan se había quedado sólo durante los días anteriores y llegó al encuentro sacando un papelito del bolsillo. Observamos en Schultz y en los demás que no conocían el contenido del papel una evidente aprensión. No era una de las fichas preparadas en las oficinas. Con voz conmovida Reagan nos lo leyó. No sabía si Gorbachov hacía o podía hacer en serio la gran apertura, pero nadie debía, frente a su propia conciencia y frente a la historia, negarse a darle la oportunidad.
La reunión de Ginebra fue muy bien, representando el comienzo de una época internacional constructiva más allá de lo que podía esperarse; uno de los momentos decisivos posteriores estuvo representado por una iniciativa italiana.
Washington, 1987, Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov firman el tratado sobre la reducción de armamentos

Washington, 1987, Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov firman el tratado sobre la reducción de armamentos

El obstáculo a la hora de concordar la reducción de arsenales nucleares estribaba en la dificultad de control. Para los americanos los observadores rusos eran considerados inaceptables espías, mientras que para los soviéticos era una interferencia capitalista que las fuerzas armadas no podían de ninguna manera permitir.
Siguiendo los encuentros e iniciativas internacionales del profesor Zichichi, que se celebraban desde hacía años en Erice con la participación de importantes científicos internacionales de física nuclear (americanos y soviéticos excepcionalmente siempre presentes), se convocó una reunión especial en la Villa Madama de Roma. Después de tres días conseguimos la fórmula para llevar a cabo los controles recíprocos sin preaviso, que los gobiernos aceptaron.
Cuando más tarde, después de estipular el acuerdo, los búlgaros realizaron un control en Italia, se desarrolló con toda normalidad.



Muy otra era la situación internacional durante el otro encuentro con Reagan, en Los Angeles, el año 1984, fijado durante la clausura de los Juegos Olímpicos, deslucidos políticamente por la polémica ausencia de los soviéticos y de todos los países de su órbita, excepto Rumania, que por ello fue muy aplaudida en los estadios.
Poco antes de salir para los Estados Unidos yo había hecho una visita intergubernamental a Trípoli y, hablando con Gaddafi sobre su “libro verde”, le manifesté mi conformidad con el párrafo en el que se dice que ningún hombre es libre si no es propietario de la tienda (o de la casa) en la que vive y del medio de transporte que utiliza para moverse. Alabé el significado liberal de este principio y el Coronel se sintió complacido de que yo lo hubiera leído, a diferencia de muchos otros que le juzgaban con prejuicios. De aquí surgió la idea de mandarle un ejemplar a través de mí a Ronald Reagan. Así lo hice, si bien las miradas de los colaboradores del presidente eran de asombro, más que de condescendencia. Pasarían veinte años antes de que Gaddafi volviera a entrar en la órbita de las simpatías angloamericanas. Mejor tarde que nunca.
Reagan, de todos modos, ha quedado como el presidente americano del diálogo y de la reducción de armamentos.
Descanse en paz.


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