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EDITORIAL
Sacado del n. 01/02 - 2012

El encuentro como gracia


Como editorial de este número publicamos un fragmento del don Luigi Giussani. El fragmento, sacado del libro Huellas de experiencia cristiana fue publicado la primera vez en 1964 en Milán, en un opúsculo editado por “Gioventú Studentesca” titulado Apuntes de método cristiano, con el nihil obstat de monseñor Carlo Figini y el imprimatur de la Curia ambrosiana, y está dedicado a Pablo VI con estas palabras: «Al Papa de la Ecclesiam Suam como expresión de meditada y fiel intención de sus estudiantes de Milán»

 

Giulio Andreotti


Un fragmento de don Luigi Giussani


Jesús y Zaqueo, Basílica de San’Angelo in Formis, Capua, Italia [© Bruno Brunelli]

Jesús y Zaqueo, Basílica de San’Angelo in Formis, Capua, Italia [© Bruno Brunelli]

 

«¿Qué es el hombre mortal para que Tú te acuerdes de él, el hijo de Adán, para que Tú le cuides?» (Sal 8, 5)

«Moisés dijo a Dios: Pero, ¿quién soy yo?» (Ex 3, 11) «Y yo dije: ¡Ah Señor, Yavé, ves, ni siquiera soy capaz de hablar; yo no soy más que un muchacho!» (Jer 1, 6).

«Señor..., yo no soy digno de que tú entres en mi casa...» (Lc 7, 6).

La conciencia de la gratuidad absoluta de las intervenciones de Dios en la historia es el valor más puro y objetivo de la vida cristiana. Porque no existe verdad más grande, dulce y exaltante: los encuentros, que Él ha creado para hacer partícipes de Su reino a los hombres —¡nosotros!— son un don tan puro que nuestra naturaleza no habría ni siquiera podido imaginarlos, preverlos: puro don por encima de toda capacidad de nuestra vida, «Gracia».

 

 

Jesucristo resume en su Cuerpo Místico todo este reino de la «Gracia», de la bondad sobrenatural de la potencia de Dios. Así como fue Gracia para los hebreos de hace dos mil años la existencia entre ellos de Jesús de Nazaret y el encontrarlo por la calle, la misma gracia es para los hombres de hoy la existencia de la Iglesia en el mundo y el encontrarla en medio de su sociedad.

 

 

Y no sólo el hecho del encuentro, sino también la capacidad de entender su llamada es don de Gracia:

«... Tú eres dichoso, Simón hijo de Jonás, porque ni la carne ni la sangre te lo han revelado, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17).

«... En aquel tiempo dijo Jesús: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y doctores y las revelaste a los pequeñuelos. Sí, Padre, porque así te plugo. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce perfectamente al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo» (Mt 11, 25‑27). «...Él les respondió: porque a vosotros se os ha dado conocer los misterios del reino de los cielos, a ellos, en cambio, no ...» (Mt 13, 11).

 

 

Y la misma capacidad de verificar esta llamada, de reconocer su valor es don de Gracia. «...Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le reconoce; pero vosotros le conocéis, porque permanecerá con vosotros y estará en vosotros...» (Jn 14, 16‑17).

«... Pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre mandará en mi nombre, os enseñará todas las cosas y os sugerirá todo lo que yo os he dicho...» (Jn 14, 26).

«...Yo he manifestado Tu nombre a los hombres que me has dado en el mundo, eran tuyos y Tú me los has dado y ellos han conservado Tu palabra. Ahora reconocen que todo lo que me has dado viene de Ti...» ( Jn 17, 6‑7).

«... El Espíritu mismo testifica a nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (Rom 8, 16).

 

 

Y la capacidad de adherirse y realizar la propuesta cristiana es don de Gracia: «... Yo soy la vid verdadera y mi Padre el viñador... Todo sarmiento que en mí no lleva fruto Él lo corta y todo sarmiento que en mí lleva fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he dado; permaneced en mí y yo permaneceré en vosotros. Así como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 1‑5).

«... Esto dijo Jesús, y levantando sus ojos al cielo, añadió: “Padre, llegó la hora; glorifica a Tu hijo para que el hijo Te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos los que Tú le diste les dé él la vida eterna. Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo”» (Jn 17, 1‑3).

«... Y yo les di a conocer Tu nombre, y se lo haré conocer, para que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17, 26).

Porque la mente y el corazón del hombre no se adecuan nunca a los pasos que Dios da hacia él: la misma bondad sobrenatural que hace asumir al misterio de Dios «forma de siervo y figura de hombre» (san Pablo) en Cristo y en la Iglesia, proporciona también el espíritu y la sensibilidad del hombre a estas maravillas; de lo contrario, quedarían como luces para un ciego o palabras para un sordo, como para nuestros oídos los ultrasonidos, que son como el silencio.

También el encuentro, pues, con ese trozo de Iglesia que es la comunidad cristiana del ambiente en que uno se encuentra es «Gracia», es un don de la potencia de Dios. Y se necesita la Gracia también para entender la llamada de aquellos que la forman y de quien la guía, para comprometerse a verificar ese llamamiento suyo y para adherirse y ser fieles a su propuesta.

 

 

La última cena, Basílica de San’Angelo in Formis, Capua, Italia

La última cena, Basílica de San’Angelo in Formis, Capua, Italia

Llegados a este punto podemos comprender cuál es la expresión de una verdadera disponibilidad y compromiso de cara al anuncio cristiano: es la postura de petición, de oración. La norma del encuentro cristiano hace inmediatamente consciente al hombre sincero de la desproporción entre sus fuerzas y los términos mismos de la propuesta, consciente de la excepcionalidad del problema planteado por un mensaje así. El sentido de la propia dependencia originaria, que es el aspecto más elemental de la religiosidad natural, dispone por tanto al ánimo sencillo para reconocer que toda la iniciativa puede ser del misterio de Dios, y la postura última a adoptar es la actitud humilde de quien pide ver, entender y adherirse. De tal modo es fundamental esta postura de oración, que es propia tanto de los creyentes como del que aún no cree, tanto de Pedro que exclama: «Creo, Señor, pero aumenta mi fe» (Mc 9, 24), como del Innombrado que grita: «Dios, si es que existes, revélate a mí».

 

 

Una disponibilidad y un compromiso con el hecho cristiano que no se traduzcan en petición, en «oración», no son suficientemente auténticos porque no cuidan con inteligente lealtad lo que significa la propuesta que se nos pide verificar: «Llega la hora en que cualquiera creerá que rinde culto a Dios matándoos. Y harán esto porque no han conocido ni al Padre ni a mí» (Jn 16, 2-3).

 

 

El de la petición y la oración es el punto en que la conciencia del hombre comienza su participación en el misterio de Aquel que lo creó. Y nuestro espíritu siente, por tanto, el vértigo de este Misterio que lo hace todo, absolutamente todo, cuando reflexiona en que también esta actividad inicial de petición y oración se hace posible sólo por un don del Creador: «Nadie puede decir: Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo» (1Co 12, 3). «El Espíritu Santo sostiene nuestra debilidad porque nosotros no sabemos ni siquiera lo que hemos de pedir en la oración, ni cómo conviene pedirlo, pero el Espíritu en persona intercede por nosotros con gemidos inenarrables» (Rom 8, 26).

La liturgia de la Iglesia nos educa a mirar esta iniciativa inefablemente profunda de Dios sobre nosotros, cuando nos hace decir: «Nuestros deseos, Señor, que tú previniéndonos nos inspiras, dígnate, luego de acompañarlos con tu ayuda».

 

 

Tampoco el encuentro y el compromiso con la más humilde comunidad cristiana de ambiente, formada por gente corriente, se libran de la impureza que altera los juicios y las relaciones, de no ser que se acojan con esa disponibilidad humilde y activa –vigilante– del corazón, que es un genuino, aunque embrionario, vago y confuso, ímpetu de oración.



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