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IGLESIA
Sacado del n. 01/02 - 2012

Es la oración la clave de la vida cristiana


«Se necesita mucha humildad, rezar el Rosario y las oraciones más sencillas, como las de la devoción popular: ahí se comprende cómo muy a menudo es el pueblo el que transmite la fe a los sabios». Entrevista con el agustino Prosper Grech, creado cardenal por Benedicto XVI en el último Consistorio


Entrevista al cardenal Prosper Grech por Paolo Mattei


En las paredes de la segunda planta del Institutum Patristicum Augustinianum hay colgadas fotos en blanco y negro. En los marcos discretos se abren vistas de plazas y de iglesias al atardecer, dorados paisajes marinos, perfiles de hombres y mujeres al sol. A media mañana, los estudiantes las observan bebiendo el café durante la pausa entre una clase y otra. Quizá se reponen, dejando que la mirada, hasta hace algunos minutos concentrada en una página de teología o de patrología, descanse un rato en las luces y los claroscuros de esas hermosísimas escenas de vida ordinaria.

El autor de esta particular exposición permanente de fotografía es uno de los docentes más conocidos del Patristicum y actualmente uno de los expertos más ilustres de Sagrada Escritura: el agustino monseñor Prosper Grech, que fue creado cardenal por Benedicto XVI en el último Consistorio. Nacido en Malta en 1925, Grech fue, junto al padre Agostino Trapè, el fundador del Patristicum –un centro de alta especialización con la facultad de conceder el bachillerato en Teología, la licencia y el doctorado en Teología y Ciencias Patrísticas–, que se encuentra junto a la Basílica de San Pedro. En su larga actividad docente, Grech ha enseñado también durante veinte años Teología bíblica en la Universidad Lateranense y durante treinta años Hermenéutica bíblica en el Pontificio Instituto Bíblico. Autor de muchos libros y artículos en revistas científicas, durante más de veinte años ha sido asesor de la Congregación para la doctrina de la fe, siendo actualmente miembro de la Pontificia Comisión Bíblica.

Lo entrevistamos en el Colegio Internacional Santa Mónica, en el mismo complejo en que se encuentra el Patristicum.

 

Padre Prosper Grech

Padre Prosper Grech

Usted recibió su educación cristiana en Malta...

PROSPER GRECH: Malta posee una larga tradición católica, y Birgu, la antigua ciudad en la que nací, estaba y sigue estando llena de iglesias. Yo iba a la de San Lorenzo –donde me bautizaron y donde luego participé en la Acción católica– y a la de Santo Domingo. De niño fui educado por las Hermanas de San José, en un pueblecito cercano a Birgu, y allí hice la primera comunión. Los recuerdos de mi infancia y de mi juventud están llenos de imágenes de la devoción popular, como las procesiones que se hacían, con lluvia o con sol, por las calles del pueblecito, o el sonido de las campanas que llenaban el aire cuando el cura llevaba el viático por las calles...

¿Cómo nació la vocación al sacerdocio?

Cuando era muy niño sentía algo en el corazón, algo difícil de definir, que me hacía pensar en el sacerdocio como camino para mi salvación. Luego, naturalmente, como sucede a menudo, creciendo se cambia de idea, y esto me pasó también a mí. Pero esa especie de sugerencia secreta volvió a florar durante la guerra, en el último año de enseñanza secundaria. Fue en aquel período cuando la simiente de la vocación dio su fruto. Repasé toda mi vida hasta aquel momento y respondí que sí a aquella llamada.

Los años de la guerra fueron duros...

Malta sufrió bombardeos devastadores. Birgu fue acribillada día y noche, por lo que me vi obligado a refugiarme con mi familia en Attard, un pueblo del centro de la isla, lejos del arsenal, pero cerca de un aeródromo continuamente ametrallado. Yo tenía diecisiete años y había comenzado la facultad de Medicina. Me llamaron para prestar servicio en la contra-aérea y por consiguiente iba a clase vestido de militar para estar siempre listo si tenía que correr a mi puesto cuando llegaban los aparatos enemigos. Después del ataque, si la universidad seguía en pie y yo seguía con vida, volvía a clase junto a mis compañeros...

¿Por qué decidió entrar en la Orden agustina?

Bueno, muy sencillamente porque tenía un primo agustino a quien le pedí un consejo. En Malta ya existía entonces una provincia de la Orden, en la que entré en 1943.

¿Y cómo nació el amor por san Agustín?

Lo conocía muy poco, pero en nuestro noviciado había un profesor anciano, el padre Antonino Tonna-Barthet, de origen francés, experto en san Agustín, que consiguió que lo amáramos. Él había preparado una hermosa antología de sus escritos espirituales, titulada De vita christiana, que también se tradujo al italiano, y que merecería que se reimprimiera. Aquel fue mi primer acercamiento a Agustín. Luego seguí profundizando algo más en él estudiando filosofía en Malta, y también, naturalmente, en el Colegio internacional Santa Mónica, aquí en Roma, donde llegué en 1946 para estudiar teología y donde conocí al padre Agostino Trapè, que fue mi profesor: él era un incondicional de Agustín, en quien yo, de todos modos, no soy experto. Yo me adentré más en el pensamiento de los Padres del segundo y tercer siglo.

En Roma continuó sus estudios...

Sí, en la Gregoriana para el doctorado, y en el Pontificio Instituto Bíblico para la licencia en Sagrada Escritura. Y en Roma recibí la ordenación sacerdotal, en 1950, en San Juan de Letrán. Luego en 1954 me fui durante un período, para estudiar y enseñar...

¿A dónde?

Primero a Tierra Santa, luego de nuevo a Malta, donde enseñé Sagrada Escritura durante un par de años en nuestro estudiantado agustino. En el 57 me dieron una beca y fui a Oxford a aprender bien el hebreo, y el año después estaba en Cambridge, como investigador asistente del profesor Arberry... Volví a Roma en 1961.

¿Para estudiar y enseñar?

Sí, también para escribir la tesis en Ciencias bíblicas. Pero recién vuelto me nombraron secretario de monseñor Pietro Canisio Van Lierde, que era sacrista del Palacio Apostólico y vicario general de Su Santidad para la Ciudad del Vaticano. Juntos “preparamos” el cónclave del 63, en el que fue elegido Pablo VI.

¿Qué pretende decir?

Como sacrista, Van Lierde se ocupaba de las funciones litúrgicas del Pontífice, se ocupaba de preparar los paramentos y los altares para la celebración de las misas. También el cónclave tenía necesidad de ser organizado en sus aspectos “logísticos”. Por ejemplo, dado que entonces todavía no se solía concelebrar, teníamos que preparar todos los altares para que cada cardenal pudiera decir privadamente misa.

¿Se vio con Montini en aquella ocasión?

Por supuesto. Recogí su última confesión como cardenal...

Fotografía tomada por el padre Prosper Grech

Fotografía tomada por el padre Prosper Grech

¿Y cómo fue?

Me crucé con él en el Palacio Apostólico y me preguntó si era yo el confesor del cónclave. «No, eminencia, no soy yo», respondí; «voy a buscárselo...». «No, no, es igual... ¿No puede confesarme usted?». Así pues, fuimos a la capilla Matilde, la que ahora se llama Redemptoris Mater, y le confesé. Al cabo de pocas horas era ya Papa. Espero no haberle dado una penitencia demasiado grave...

No se quedó demasiado tiempo en los Palacios Vaticanos...

No, porque en 1965 el padre Trapè, recién elegido prior general de la Orden, me dijo: «En vez de perder tiempo en el Vaticano» –algo que era realmente así–, «vente a dirigir el Instituto», que era el Estudium Theologicum Augustinianum.

Algunos años después fundó, junto a Trapè, el Institutum Patristicum Augustinianum...

Sí, el Patristicum era como nuestro sueño, es decir, el disponer de un lugar en el que cultivar y profundizar en las ciencias sagradas, el pensamiento de los Padres de la Iglesia, de san Agustín y de sus herederos. Dado que había muchas dudas sobre la posibilidad de llevarlo a cabo y al mismo tiempo ciertas prisas por crearlo, el padre Trapè pidió audiencia a Pablo VI, el cual lo bendijo con las dos manos y le exhortó a seguir adelante. Fue inaugurado en mayo de 1970. Al principio hubo dificultades, pero luego se fue consolidando.

En Roma conoció a Albino Luciani...

Cuando venía a la Urbe se alojaba en nuestro Colegio. Era realmente bueno y simpático, un hombre humilde, que se escondía... Pero también afable, nos reía­mos mucho juntos. Cuando estaba aquí celebrábamos misa juntos cada día a las siete de la mañana.

¿Se quedó con ustedes también antes del cónclave en que salió elegido Papa?

Sí, con otros dos cardenales. En aquel período yo era “prior suplente” del Colegio, porque el titular no estaba, y la tarde antes de que entraran en el cónclave no sabía qué palabras usar para la despedida: «Bueno, ahora no sé cómo despedirme de vosotros, porque un “hasta la vista” es de mal gusto, y un “que vaya bien” es mucho peor...». Inmediatamente después de ser elegido, antes de irse a acostar, el papa Luciani nos escribió una carta, dirigida a mí como superior pro tempore del Colegio, dándome las gracias por la hospitalidad y recordando particularmente al hermano Franceschino.

¿Quién era Franceschino?

El anciano hermano lego que le preparaba la habitación. Recuerdo que en una de las ocasiones en que Luciani estaba con nosotros, Franceschino me dijo: «Tenemos que cuidar a este cardenal, porque un día será papa». Yo estuve a punto incluso de ser secretario suplente de Juan Pablo I...

¿Cómo fue?

Su secretario, que tenía que ir a Venecia a recoger sus cosas para llevárselas al Vaticano, me pidió que lo sustituyera cierto tiempo. Pero yo vacilaba, porque en aquel momento estaba siendo objeto de ataques públicos por parte de ciertos ambientes ultraconservadores despechados porque yo enseñaba Teología bíblica en la Lateranense: «La teología bíblica es cosa protestante, no existe, nosotros tenemos la teología dogmática», decían. En fin, no quería crear situaciones embarazosas. Así que fue monseñor Magee quien sustituyó al secretario del Papa.

A propósito de Teología bíblica: usted la enseñó durante veinte años en la Universidad Lateranense y durante treinta años estuvo al frente de la cátedra de Hermenéutica bíblica en el Pontificio Instituto Bíblico. ¿Cómo nació esta pasión por la Sagrada Escritura?

La tengo desde niño. Entre otras cosas en las escuelas maltesas se enseñaba seriamente la Escritura y me acuerdo de que como tarea para los exámenes en las escuelas secundarias nos ponían un pasaje del Evangelio pidiéndonos que explicáramos la procedencia y que lo interpretáramos en su propio contexto. Pero también me encantaba la lectura solitaria del Nuevo Testamento, y prefería a san Mateo y san Juan. Ya en los años del seminario había manifestado al maestro de los novicios mi deseo de dedicarme al estudio de la Escritura, pero él no me animó: «Es difícil, hay que conocer muchas lenguas... Esta exégesis, además, con la atención exasperada sobre cada coma...». En efecto, no había exagerado demasiado. De todos modos, luego mis propósitos llegaron a buen puerto.

Enseñando hermenéutica bíblica ha profundizado usted también en cuestiones de filosofía contemporánea...

Teólogos como Bultman y sus discípulos –Käsermann y Bornkamm– afrontando la cuestión de la separación del Jesús histórico del Jesús de la fe y la de la desmitificación del Nuevo Testamento, se apoyaban también en el pensamiento de Heidegger, que yo estudié, como también he estudiado lo que afirmaba Gadamer sobre el subjetivismo de la interpretación, sobre la interpretación como “proceso continuo”. Tenía que entrar en la cabeza de estos filósofos, profundizar en la influencia de Kant en su pensamiento, y pese a no aceptar todas las ideas que sostenían, he de decir que he aprendido mucho de ellos.

Fotografía tomada por el padre Prosper Grech

Fotografía tomada por el padre Prosper Grech

La pasión por la palabra escrita probablemente le habrá llevado también a amar la literatura...

Sí, por supuesto, me gustan mucho Shakespeare, Eliot, Wordsworth y Pound. Además de la literatura angloamericana, recuerdo que en la escuela leíamos también a poetas y escritores italianos, como Dante, Manzoni y otros clásicos, y a mí me encantan particularmente Quasimodo y Montale, mientras que entre los escritores de lengua alemana prefiero a Rilke y Hölderlin. Cuando estaba en Cambridge me ocupé también de la literatura maltesa, en la que el profesor Arberry estaba interesado. Con él preparé una colección de líricas maltesas con traducción al inglés incorporada, y una antología de versos del poeta nacional de Malta, el sacerdote Dun Karm Psaila. Pero no soy literato, digamos que me considero un simple aficionado. Me siento más ducho en arte, he sido amigo de Lello Scorzelli, pintor y escultor a quien Pablo VI llamó a trabajar a Roma, con el que fui también a llevar un busto del papa Montini a la St. Patrick’s Cathedral de Nueva York.

Y está también la fotografía...

Por eso... para mí el arte es importante porque ciertas obras me sirven como modelo para mis fotos. Llevo algún tiempo usando incluso las cámaras digitales.

Ha escrito usted un notable número de ensayos y libros científicos sobre la hermenéutica y la teología bíblica. El último texto que ha preparado, sin embargo, es un libro sobre la oración: Señor, enséñanos a rezar.

Se trata de la colección, preparada por las monjas agustinas de Lecceto y editada por la LEV, de las meditaciones que dicté a mis hermanos del Colegio de Santa Mónica durante los ejercicios espirituales que tuvieron lugar en Cascia en 1995. Pienso que es la oración, y no la hermenéutica, desde luego, la clave de la vida cristiana. Tenemos que bajar del podio, vaciarnos de nuestro intelectualismo y nuestro orgullo. Es necesaria mucha humildad, rezar el Rosario y las oraciones más sencillas, como las de la devoción popular: ahí se comprende cómo muchas veces es el pueblo el que transmite la fe a los sabios.



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