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EN MEMORIA DE DON GIACOMO...
Sacado del n. 05 - 2012

Mi amigo don Giacomo


«En la ceremonia de las Confirmaciones en San Lorenzo Extramuros pedimos por su salud… y agradeció con un gesto de esperanza de curarse y, a la vez, de entrega». El cardenal Bergoglio recuerda a Giacomo Tantardini, sacerdote


por el cardenal Jorge Mario Bergoglio


El cardenal Bergoglio con don Giacomo Tantardini en una foto de marzo de 2009 [© Paolo Galosi]

El cardenal Bergoglio con don Giacomo Tantardini en una foto de marzo de 2009 [© Paolo Galosi]

 

“Acuérdense de vuestros dirigentes, porque ellos les anunciaron la Palabra de Dios: consideren cómo terminó su vida e imiten su fe” (Heb 13, 7). Así nos exhorta el autor de la Carta a los Hebreos a tener en cuenta aquellos que nos anunciaron el Evangelio y que ya han partido. Nos pide que los recordemos pero no con la memoria formal y tantas veces compasiva del “¡qué bueno que era!” escuchada con frecuencia en el peristilo de los cementerios. Tal memoria es un simple recuerdo de formalidad social. Nos pide, en cambio, que los recordemos desde la fecundidad de su siembra entre nosotros. Nos pide que los recordemos desde la memoria del corazón, esa memoria deuteronómica que edifica sobre piedra, que plasma vidas y sella corazones. Sí, nuestro corazón se edifica sobre la memoria de aquellos hombres y mujeres que supieron acercarnos a fuentes de vida y de esperanza, de las que podrán beber los que nos sigan. Es la memoria de la herencia recibida y que, a su vez, hemos de trasmitir a nuestros hijos.

Así, con esta memoria, recordamos a Don Giacomo, y nos preguntamos ¿qué nos dejó?, ¿qué huellas suyas encontramos en el camino de nuestras existencia? Simplemente me atrevo a decir que dejó las huellas de un hombre-niño que nunca terminó de sorprenderse. Don Giacomo, el hombre de la sorpresa; el hombre que se dejó sorprender por Dios y supo abrir el camino para que esa sorpresa anidara en los demás.

Don Giacomo, un sorprendido que mirando al Señor que lo llamaba continuamente y se preguntaba, casi sin poderlo creer, como el Mateo del Caravaggio ¿a mí Señor?; un sorprendido ante esa indescriptible “sobreabundancia” vencedora de la gracia sobre la abundancia mezquina del pecado, de ese pecado que siempre nos disminuye; un sorprendido que se sintió buscado, esperado y amado por el Señor, mucho antes de que él atinara a buscarlo, esperarlo y amarlo; un sorprendido que, como los del lago de Tiberiades, no se atrevía a preguntarle a Él quién era porque bien sabía que era el Señor.

Y este sorprendido se dejó preguntar una y otra vez: “¿me amas?” para responder con la sencillez fogosa del amor: “Señor, tú sabes que te amo”. Y esto fue así porque este hombre-niño alimentaba su amor con la sencilla pero sapiencial prontitud de la contemplación de toda aquella Gracia que lo superaba.

Así era Don Giacomo. No había perdido la capacidad de asombrarse; reflexionaba desde ese estupor que recibía y alimentaba en la oración. A veces daba la impresión de que esa sensibilidad lo agobiaba, lo cansaba o lo ponía nervioso, y esto no es raro en un hombre de temperamento humano fuerte a quien la Gracia no cesó de trabajarlo en su conversión a la mansedumbre.

La última imagen de él me conmueve: en la ceremonia de las Confirmaciones en San Lorenzo Extramuros, las manos juntas, los ojos abiertos y asombrados, sonriente y serio a la vez. Allí pedimos por su salud… y agradeció con un gesto de esperanza de curarse y, a la vez, de entrega. Así, por gracia, se puede perseverar en el camino, hasta el final: el hombre-niño se abandona en los brazos de Jesús mientras pide que pase este cáliz, y es tomado y llevado en brazos, con las manos juntas y los ojos abiertos. Dejándose sorprender una vez más por el don más grande.

Agradezco a Dios nuestro Señor el haberlo conocido. A mí también me cabe el “consideren como terminó su vida e imiten su fe” de la Carta de los Hebreos.

 

Buenos Aires, 6 de mayo de 2012



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