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EN MEMORIA DE DON GIACOMO...
Sacado del n. 05 - 2012

En el surco de las Bienaventuranzas, el testimonio de don Giacomo Tantardini


Homilía del cardenal Angelo Sodano, decano del Colegio cardenalicio, en la santa misa exequial por don Giacomo Tantardini


Roma, Basílica de San Lorenzo Extramuros, 23 de abril de 2012


por el cardenal Angelo Sodano


El cardenal Angelo Sodano durante la homilía [© Massimo Quattrucci]

El cardenal Angelo Sodano durante la homilía [© Massimo Quattrucci]

 

Queridos hermanos obispos y sacerdotes, distinguidas autoridades, parientes y amigos del llorado don Giacomo, hermanos y hermanas en el Señor:

Ha llegado la hora de dar el último adiós a nuestro querido don Giacomo Tantardini, que nos dejó silenciosamente la tarde del pasado jueves, poniendo fin a una vida completamente dedicada a ese Cristo que lo había “apresado”, como decía él recordando una palabra usada por san Pablo hablando de sí mismo en la Carta a los Filipenses (Fil 3, 12).

Hoy nos hemos reunido en gran número entre los muros de esta hermosa Basílica que él tanto quería, para darle nuestro adiós. Un adiós afectuoso, agradecido. Por mi parte me he unido de buena gana a todos vosotros, que le habéis querido tanto, y prueba de ello es la cantidad de personas que hoy ha venido a este templo. Juntos, queridos amigos, daremos gracias al Señor por habérnoslo dado y lo confiaremos luego a las manos del Padre que está en los cielos, un Padre “rico en misericordia”, o, para decirlo con las palabras latinas tan queridas por don Giacomo, un Padre “dives in misericordia” (cfr. Ef 2, 4).

 

Nuestro Te Deum

Hermanos míos, en cada misa damos gracias al Señor por los dones que nos da a lo largo de nuestra existencia.

Hoy, especialmente, queremos elevar a Dios un himno de gratitud por el don que ha hecho a su santa Iglesia con la vida y las obras de este gran sacerdote.

Un día lejano el Buen Pastor le había hecho escuchar su voz misteriosa que le decía: «Ven y sígueme» (Mt 19, 21) y el joven generoso de Barzio, en la tierra de Lecco, respondió generosamente a aquella invitación. A la edad de veinticuatro años se hizo ministro del Señor y comenzó de este modo aquella misión generosa que lo traería luego a Roma, a esta Roma cristiana que él tanto quería, donde invirtió con santo ardor la mayor parte de sus 42 años de sacerdocio. Todos vosotros sois testigos de su afecto y su celo.

Los Hechos de los Apóstoles nos hablan de Pedro y de Juan, quienes después de Pentecostés predicaban «con intrepidez» la palabra de Cristo. Creo que el término griego usado por san Lucas (cfr. Hch 4, 29), el término parresia (παρρησία)está más que indicado para describir el estilo seguido por don Giacomo en su apostolado. Parresia lo traducen los estudiosos con palabras distintas: intrepidez, valor, fortaleza, franqueza, pero todos ellos son términos que indican el espíritu interior de nuestro querido difunto.

Incluso parecía que se inspiraba en el mensaje que dejó san Agustín a los cristianos de África: «Sed entusiastas de la verdad, sin soberbia», o con el hermoso latín ciceroniano que tanto amaba don Giacomo: «Sine superbia de veritate praesumite» (Contra litteras Petiliani I, 31: Pl 43, 259).

Nosotros queremos cantar hoy por la vida de don Giacomo nuestro Te Deum de agradecimiento al Señor.

En el Cántico de las criaturas, san Francisco daba gracias al Señor por “hermana muerte”. Nosotros hoy, en primer lugar, queremos dar gracias al Señor por “hermana vida”, por la vida concedida a don Giacomo, la vida de la naturaleza y sobre todo por la vida más preciosa, como es la de la gracia.

 

Nuestro sufragio

En segundo lugar, hermanos míos, hoy nuestra Eucaristía quiere también ser una oración de sufragio. La fe cristiana nos enseña que nada que no sea puro, que no sea santo, llega ante la presencia de Dios. En efecto, el Libro de los Proverbios de la Sagrada Escritura nos dice que «también el justo puede caer siete veces al día» (Pr 24, 16).

Por eso la Iglesia, nuestra Madre y Maestra, siempre nos ha enseñado a ofrecer oraciones, y especialmente el Sacrificio eucarístico, para que nuestros difuntos, debidamente purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032).

 

Una imagen de la misa exequial por don Giacomo Tantardini [© Massimo Quattrucci]

Una imagen de la misa exequial por don Giacomo Tantardini [© Massimo Quattrucci]

La luz de la fe

Hermanos míos, nuestra celebración eucarística, además, está iluminada toda ella por el esplendor de estas páginas de la Palabra de Dios, que acabamos de escuchar.

En la primera lectura hemos escuchado algunas palabras de gran esperanza: «Las almas de los justos están en las manos de Dios» (Sap 3, 1), y luego hemos cantado en el Salmo del responso: «Misericordioso y piadoso es el Señor» (Sal 102): una visión de esperanza.

En la segunda lectura, el apóstol Pablo escribía ya hace dos mil años a los romanos, que sufrían por las persecuciones y el martirio de tantos de sus hermanos: «Tanto si vivimos como si morimos, somos siempre del Señor» (Rm 14, 7-9).

El Evangelio, en fin, nos ha vuelto a ofrecer el mensaje de las Bienaventuranzas. Es ese mensaje grandioso y exigente se inspiró nuestro llorado don Giacomo. Por eso confiamos en que se haga realidad también para él lo que Cristo prometió a sus discípulos: «Vuestro será el Reino de los Cielos».

 

El Aleluya pascual

Con esta visión de fe, podemos despedir hoy a nuestro querido hermano don Giacomo. Al final de la misa, la liturgia pondrá en nuestros labios un canto conmovedor de la tradición cristiana primitiva: In Paradisum deducant te Angeli, que los Ángeles te acompañen al Paraíso.

Y hoy también nosotros cantaremos esta dulce melodía, conservando en el corazón el espíritu del Aleluya pascual. “Alabad al Señor” es el significado original de la palabra “Aleluya” que suena desde hace dos mil años en nuestras iglesias. Sí, también hoy queremos alabar al Señor. Hoy y siempre cantaremos Aleluya.

 

Conclusión

A María Santísima, por la que nuestro querido don Giacomo sentía una devoción filial, le confiamos, en fin, el alma bendita de quien nos ha dejado.

Las letanías lauretanas, llamadas así porque surgieron en Loreto, invocan a María como Ianua Coeli, Puerta del Cielo. Que reciba entre sus brazos amorosos a este hijo suyo amado y lo introduzca amorosamente al encuentro definitivo con Su Hijo Jesús, en la patria eterna del Paraíso. Así sea.



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